sábado, febrero 15, 2014

Los voluntarios

Hay algo hipnótico en los atardeceres de Todos santos. Pareciera que el mar hubiera sido creado ahí. En cuestión de segundos el sol se desploma sobre la línea del horizonte. Quizás sea uno de los pocos lugares de Baja California a salvo del consumismo veraniego y del turismo white trash que crece sobre el Mar de Cortés. En el pueblo repleto de galerías de arte, pendientes, casas antiguas y sol, el tiempo está detenido. El Hotel California parece ser el epicentro de todos los mitos.
   
En una de las playas, ecologistas voluntarios y trotamundos envejecidos que habitan ahora la calma de ese pueblo de Baja California, montaron una “tortuguera”. Por las noches patrullan las playas y rescatan de las garras de coyotes o aves de rapiña centenares de huevos que las tortugas entierran en la orilla. Los trasladan a una gran carpa de paredes de nylon reforzado, los entierran y esperan a que desoven en la fecha indicada. El nacimiento de las tortugas es un suceso al que todos los extranjeros atienden. Pese a que debería haberse dado hace seis días, no pierden la esperanza. Tengo la impresión de que viven engañados. Ven a las tortugas como a ángeles. Criar tortugas en cautiverio, según recuerdo, es ilusorio. Los huevos deben estar vacíos. Pero prefiero callar mi sospecha macabra. Al fin y al cabo los voluntarios parecen tener experiencia en preparar el nacimiento de tortugas y devolverlas al mar y sueltan soliloquios coherentes sobre zoología marina.

Ninguno de los que esta ahí, esperando el nacimiento de las tortugas, sabe que Ernesto Guevara y Fidel Castro pasaron tres noches y cuatro días en Todos Santos, hace cincuenta y cinco años, cuando el pueblo no era más que un asentamiento parasitado por cañaverales y buscavidas de la industria azucarera. Existen registros y probablemente, sin esas tres noches, la revolución cubana habría sido distinta. El hombre más anciano del pueblo, Don Víctor, recuerda a esos forasteros, y quizás por un automatismo secreto producido por la longevidad, los supone muertos: ha enterrado a todos, incluso a sus hijos. Sabe que esos dos hombres portan algún tipo de celebridad, aunque no lo asocia directamente a los méritos de una revolución. Por eso a algunos visitantes los hace pasar al comedor de su casa para mostrarles fotos. El lugar es un museo personal. Entre las imágenes de familiares, compruebo que están, en efecto, los dos impulsores de la revolución cubana. Hay también imágenes de otros visitantes, aunque Don Víctor no sabe si son ilustres como los barbudos. Entre todas, identifico una cara familiar. La foto no debe tener más de cuarenta años y es en color. Le pregunto si lo conoció y él me contesta que sí, que durante un año ese hombre vivió ahí en la década del setenta, junto a su mujer, en una de las pocas casas que entonces había junto al mar. “Era alguien muy reservado. ¿Sabe su nombre?”, me pregunta. “Thomas Pynchon”, le contesto. “Es famoso”, dictamina él y yo meneo la cabeza. Él arrastra los pies hasta un escritorio, busca una etiqueta y una birome, garabatea el nombre y me dice que mi contribución ha sido excepcional. Pega la etiqueta con el nombre bajo la foto. Advierto que algunas fotos tienen un nombre debajo. La empresa que Don Víctor se propone –y a la cual quizás le deba su senectud- es demente. “¿Me ayuda con estas tres?”. Observo con detenimiento a los retratados. Imposible identificarlos en ese invernadero de imágenes. Recuerdo a las tortugas y me parece verosímil la empresa de los ecologistas voluntarios.


 - Publicado en Cultura Perfil el 15 de diciembre de 2013

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