Hay algo hipnótico en los atardeceres de Todos santos. Pareciera que el
mar hubiera sido creado ahí. En cuestión de segundos el sol se desploma sobre la
línea del horizonte. Quizás sea uno de los pocos lugares de Baja California a
salvo del consumismo veraniego y del turismo white trash que crece sobre el Mar
de Cortés. En el pueblo repleto de galerías de arte, pendientes, casas antiguas
y sol, el tiempo está detenido. El Hotel California parece ser el epicentro de
todos los mitos.
En una de las playas, ecologistas voluntarios y trotamundos envejecidos que
habitan ahora la calma de ese pueblo de Baja California, montaron una “tortuguera”.
Por las noches patrullan las playas y rescatan de las garras de coyotes o aves
de rapiña centenares de huevos que las tortugas entierran en la orilla. Los
trasladan a una gran carpa de paredes de nylon reforzado, los entierran y
esperan a que desoven en la fecha indicada. El nacimiento de las tortugas es un
suceso al que todos los extranjeros atienden. Pese a que debería haberse dado
hace seis días, no pierden la esperanza. Tengo la impresión de que viven
engañados. Ven a las tortugas como a ángeles. Criar tortugas en cautiverio,
según recuerdo, es ilusorio. Los huevos deben estar vacíos. Pero prefiero
callar mi sospecha macabra. Al fin y al cabo los voluntarios parecen tener
experiencia en preparar el nacimiento de tortugas y devolverlas al mar y sueltan
soliloquios coherentes sobre zoología marina.
Ninguno de los que esta ahí, esperando el nacimiento de las tortugas, sabe
que Ernesto Guevara y Fidel Castro pasaron tres noches y cuatro días en Todos
Santos, hace cincuenta y cinco años, cuando el pueblo no era más que un
asentamiento parasitado por cañaverales y buscavidas de la industria azucarera.
Existen registros y probablemente, sin esas tres noches, la revolución cubana
habría sido distinta. El hombre más anciano del pueblo, Don Víctor, recuerda a
esos forasteros, y quizás por un automatismo secreto producido por la longevidad,
los supone muertos: ha enterrado a todos, incluso a sus hijos. Sabe que esos
dos hombres portan algún tipo de celebridad, aunque no lo asocia directamente a
los méritos de una revolución. Por eso a algunos visitantes los hace pasar al
comedor de su casa para mostrarles fotos. El lugar es un museo personal. Entre las
imágenes de familiares, compruebo que están, en efecto, los dos impulsores de
la revolución cubana. Hay también imágenes de otros visitantes, aunque Don
Víctor no sabe si son ilustres como los barbudos. Entre todas, identifico una cara
familiar. La foto no debe tener más de cuarenta años y es en color. Le pregunto
si lo conoció y él me contesta que sí, que durante un año ese hombre vivió ahí
en la década del setenta, junto a su mujer, en una de las pocas casas que entonces
había junto al mar. “Era alguien muy reservado. ¿Sabe su nombre?”, me pregunta.
“Thomas Pynchon”, le contesto. “Es famoso”, dictamina él y yo meneo la cabeza.
Él arrastra los pies hasta un escritorio, busca una etiqueta y una birome,
garabatea el nombre y me dice que mi contribución ha sido excepcional. Pega la
etiqueta con el nombre bajo la foto. Advierto que algunas fotos tienen un
nombre debajo. La empresa que Don Víctor se propone –y a la cual quizás le deba
su senectud- es demente. “¿Me ayuda con estas tres?”. Observo con detenimiento
a los retratados. Imposible identificarlos en ese invernadero de imágenes. Recuerdo
a las tortugas y me parece verosímil la empresa de los ecologistas voluntarios.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario