Todavía todo huele a conquista en
el Mar de Cortés. A pocos kilómetros de Loreto, antigua capital de las Bajas
Californias transformada en atracción turística, alguna empresa norteamericana
planeó un pueblo próspero, un pedazo de Norteamérica incrustado en México. Con
V no habríamos llegado si no fuera por un intercambio de casas. Se trata de una
especie de barrio cerrado con una arquitectura que mixtura elementos
mediterráneos, materiales áridos del desierto y rusticidad hispánica. Norteamericanos
rubios y lustrosos transitan montados en carros de golf calles prósperas.
Parece un barrio temático. Si no estuviera construido con materiales semi
nobles, Nopoló podría aspirar a entrar en ese museo de la imitación y la
miseria que es Las Vegas. Pareciera acá que la imitación de viejos estilos pudiera
generar, a la larga, un nuevo estilo y borrar sus referentes. Imagino una
situación hipotética, un malentendido posible: Nopoló en millones de años, único
resto urbano en la tierra, bajo la lupa de alienígenas. Me pregunto si la
considerarían un resto original de la civilización y si encontrarían una clave
arqueológica para reponer el pasado del hombre.
Sin necesidad de viajar al futuro
y especular con alienígenas, este barrio junto al mar podría ser un refugio postapocalíptico,
como lo fueron en otra época los shoppings. Un sitio al que vino a parar el
remanente del género humano. La actitud de los norteamericanos cuadra
perfectamente con la de sobrevivientes ajenos a la extinción, ensimismados en
su propio bienestar. El interior de la casa que nos tocó en suerte es frío, de
muebles faraónicos, cargado de electrodomésticos inmanejables, como un
lavavajilla.
Y así como en Nopoló abundan nuevos
ricos que quieren acceder a un buen gusto prefabricado, a la historia, a lo que
suponen de noble o personal en lo antiguo, unos treinta kilómetros al norte, en
la Bahía de Concepción, con V terminamos
de metabolizar una sensación: Baja California apareja un choque cultural. Esta
parte escindida México simplemente es el escenario para que la white trash de EEUU
se oree. Las playas más agrestes fueron colonizadas por moterhomes en las que
mensualmente miles de norteamericanos cruzan la frontera, en busca de
vacaciones baratas, pesca, servidumbre, tierra regalada y exotismo controlado.
Hay constelaciones de moteles que huelen a soledad degradada, a invasión y
estancamiento. No hay personajes dementes con anécdotas, sino un gran personaje
hermético, apegado a sus costumbres y a su idioma, “el gringo”, un molde en el
que en mayor o menor medida caben todos.
El sargento, kilómetros al sur,
es la segunda posta en nuestro intercambio. Resulta ser un asentamiento al
borde de una ruta pero a metros del Mar de Cortés, con más white trash reunida en
bares que ofrecen hamburguesas y ring onions mientras televisan fútbol
americano. Apenas investigamos la casa que nos dieron, notamos que el dueño, un
tal Jack, dormía un machete junto a la cama. Las paredes están tapizadas por fotos
que muestran a Jack en distintas escenas de pesca deportiva. La casa es fantasmal. Sin marcas. Como si
fuera el hábitat de un hombre abandonado. O una casa que fue enterrada porque
algo terrible ocurrió entre sus muros. Las camionetas que circulan con música
ranchera a alto volumen acentúan la impresión de que una trama hitchcokiana
está por estallar.
- Publicado en Perfil Cultura el 1 de diciembre.
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