Durante muchos años soñé con
regresar a Cuba. Soñé recurrentemente con la vuelta a una isla que, a los diecinueve
años, dividió mi juventud o representó una entrada ficticia en la madurez. Instantáneas
anacrónicas de La Habana me devolvían sensaciones de un joven artista recorriendo
un planeta extraño antes de explorar el mundo propio. Lo cierto es que con el
tiempo ese planeta se reabsorbió en mi interior y ahí permaneció, incrustado
como una perla.
En los sueños el lugar de la felicidad
se me representaba como un escondite precario junto al mar del Caribe. Diecisiete
años después, volví al supuesto paisaje en el que había renunciado a la
inocencia. No reconocí mí Habana, aunque paradójicamente nada había cambiado. Yo
era otro caminando por el mismo páramo fósil: como si hubiera tardado todos
esos años en transitar una cinta de Moebius que comunicaba dos caras de mi identidad.
El tesoro de la juventud estaba perdido, aunque aquel planeta extraño fuera el
mismo.
En otra ciudad, Oaxaca, encontré
traspapelado al joven que había perdido la inocencia a los diecinueve años.
Descubrí, gracias a un sueño, que caminar en Oaxaca a los treinta y seis años
replicaba la sensación de caminar por las calles de La Habana a los diecinueve.
En este sueño el lugar era el paraíso prometido. Reconocía el territorio
secreto junto al mar en el que había sido feliz –ser feliz consistía en descubrir
y aceptar los matices del sufrimiento-. Cuba no aparecía como un lugar antiguo
o pasado, sino como otro mundo con la fachada de Oaxaca.
Tal vez durante mucho tiempo
Oaxaca quede ligada a eso: un lugar inesperado en el que se encarnó un lugar mítico.
Me pregunto por qué. Hago memoria. Simplemente
estoy participando de la Feria del libro que se organiza cada año, en noviembre.
Las actividades de la feria consisten en mesas y presentaciones de libros. Invitados que rotan. Amistades. Mezcales
polimorfos. Homenajes. Cenas pantagruélicas. Hay un programa de visitas a
escuelas, donde cada escritor dialoga con jóvenes estudiantes y habla de sus
libros. Estos alumnos de trece o catorce
años, azuzados por sus profesores, han leído ya algo del autor que los
visita. Esperan el encuentro con timidez, formando un círculo. Todos los ojos
se mantienen fijos en mí con una curiosidad reverencial, como si en esa escuela
yo hubiera introducido otro mundo. Cuando el primero de los alumnos habla y
pregunta cómo escribir un libro, la curiosidad de los demás se acopla en
interrogantes de toda clase. Escribir, entonces, se revela como lo más parecido
al arte de hacer magia. El entorno rural y la suave línea de las sierras en el
horizonte que entra a través de los ventanales, permean el aula de un clima onírico.
Con motivo de la feria se
organizó también una actividad estrambótica. Un partido de básquet de
escritores contra niños triquis, conocidos en todo México por provenir de una
comunidad indígena oaxaqueña, y por haber formado un equipo de básquet juvenil competitivo
a nivel internacional. Un equipo de escritores percudidos por la edad, el
mezcal, el sedentarismo, enfrentó a un racimo de niños de ocho años que parecían
disfrazados bajo sus remeras y shorts rojos y blancos. El evento fue tan
popular que se celebró en un estadio con mil personas. Los niños triquis
golearon a escritores que en la cancha exhibieron una cara oculta y fascinante,
el lado bufonesco que en el fondo aísla la solemnidad literaria del ridículo.
- Publicado en Cultura Perfil el 17 de noviembre.
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