domingo, diciembre 22, 2013

Apuntes sobre la solemnidad

Durante muchos años soñé con regresar a Cuba. Soñé recurrentemente con la vuelta a una isla que, a los diecinueve años, dividió mi juventud o representó una entrada ficticia en la madurez. Instantáneas anacrónicas de La Habana me devolvían sensaciones de un joven artista recorriendo un planeta extraño antes de explorar el mundo propio. Lo cierto es que con el tiempo ese planeta se reabsorbió en mi interior y ahí permaneció, incrustado como una perla.
En los sueños el lugar de la felicidad se me representaba como un escondite precario junto al mar del Caribe. Diecisiete años después, volví al supuesto paisaje en el que había renunciado a la inocencia. No reconocí mí Habana, aunque paradójicamente nada había cambiado. Yo era otro caminando por el mismo páramo fósil: como si hubiera tardado todos esos años en transitar una cinta de Moebius que comunicaba dos caras de mi identidad. El tesoro de la juventud estaba perdido, aunque aquel planeta extraño fuera el mismo.
En otra ciudad, Oaxaca, encontré traspapelado al joven que había perdido la inocencia a los diecinueve años. Descubrí, gracias a un sueño, que caminar en Oaxaca a los treinta y seis años replicaba la sensación de caminar por las calles de La Habana a los diecinueve. En este sueño el lugar era el paraíso prometido. Reconocía el territorio secreto junto al mar en el que había sido feliz –ser feliz consistía en descubrir y aceptar los matices del sufrimiento-. Cuba no aparecía como un lugar antiguo o pasado, sino como otro mundo con la fachada de Oaxaca.
Tal vez durante mucho tiempo Oaxaca quede ligada a eso: un lugar inesperado en el que se encarnó un lugar mítico. Me pregunto por qué. Hago memoria. Simplemente  estoy participando de la Feria del libro que se organiza cada año, en noviembre. Las actividades de la feria consisten en mesas y presentaciones de libros.  Invitados que rotan. Amistades. Mezcales polimorfos. Homenajes. Cenas pantagruélicas. Hay un programa de visitas a escuelas, donde cada escritor dialoga con jóvenes estudiantes y habla de sus libros. Estos alumnos de trece o catorce  años, azuzados por sus profesores, han leído ya algo del autor que los visita. Esperan el encuentro con timidez, formando un círculo. Todos los ojos se mantienen fijos en mí con una curiosidad reverencial, como si en esa escuela yo hubiera introducido otro mundo. Cuando el primero de los alumnos habla y pregunta cómo escribir un libro, la curiosidad de los demás se acopla en interrogantes de toda clase. Escribir, entonces, se revela como lo más parecido al arte de hacer magia. El entorno rural y la suave línea de las sierras en el horizonte que entra a través de los ventanales, permean el aula de un clima onírico.

Con motivo de la feria se organizó también una actividad estrambótica. Un partido de básquet de escritores contra niños triquis, conocidos en todo México por provenir de una comunidad indígena oaxaqueña, y por haber formado un equipo de básquet juvenil competitivo a nivel internacional. Un equipo de escritores percudidos por la edad, el mezcal, el sedentarismo, enfrentó a un racimo de niños de ocho años que parecían disfrazados bajo sus remeras y shorts rojos y blancos. El evento fue tan popular que se celebró en un estadio con mil personas. Los niños triquis golearon a escritores que en la cancha exhibieron una cara oculta y fascinante, el lado bufonesco que en el fondo aísla la solemnidad literaria del ridículo.

- Publicado en Cultura Perfil el 17 de noviembre. 

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