Nunca creí que existieran escritores malditos. Sobran en cambio malvados
que simulan alguna desobediencia intelectual pero que viven atados a sus madres
y timan a jóvenes que buscan ídolos rebeldes. El caso de T parecía especial. La
experiencia lo había conducido a ser un maldito sin pretensiones, sin
discípulos, sin prensa, sin gloria. Sin embargo era un mito y quien quisiera
encontrarlo podía ir al Queirolo, un bar rancio en pleno centro de Lima.
Ahí, por comentarios de parroquianos, supe quién era T. Todos lo
trataban como a un viejo conocido. Podría decirse que lo respetaban. Él se
acodaba en la barra y hablaba con quien se le acercara, pero rechazaba invitaciones
a unirse a mesas: “gracias, en la barra estoy cómodo”. Fumaba sin parar y bebía
de forma pausada, a cualquier hora del día. Vestía una campera de cuero marrón,
musculosa, pantalones negros y unos mocasines gastados y sin medias. Con la
punta de un zapato solía rascarse el tobillo de la otra pierna.
Los más jóvenes se le acercaban para hablar de rock. Al principio,
receloso, intenté detectar en T alguna clase de impostura. Siempre me divirtió
desenmascarar mitómanos maduros que no pueden lidiar con la autoexigencia o las
ilusiones juveniles cuando la dura realidad se les impone, y que encuentran en
las nuevas generaciones una oportunidad para sentirse genios incomprendidos. Pero
en T no había demagogia, ni gestos de grandeza, ni siquiera malicia. Tampoco
tentativas de seducción. Hablaba de bandas británicas con pasión. Decía que
valía más la pena hablar de Wire o de Boards of Canada que de novedades
editoriales; los escritores no ponían en su ficción un décimo del alma que un
guitarrista al perderse en el éxtasis de un riff. Desde su punto de vista, lo
único que podía salvar a un escritor de su propia egolatría era el acto grupal.
Pero una banda de escritores estaba destinada al fracaso. Aunque fueran cinco o
diez, el autor era uno. Además los buenos escritores eran ermitaños, o
perezosos, o fóbicos, o todo eso junto. “Estamos condenados… A no ser que
dejemos de hablar de literatura y hablemos de música. Es la única manera de
estar en grupo. ¿Por qué carajo el rock es popular? Porque nos hace hablar,
como la droga”.
Entendí por qué T invertía horas en ese bar: vivía ahí como un músico en
una sala de ensayo. Estaba dispuesto a tocar con cualquiera. Cuando lo vi por
cuarta vez, me acerqué. Había ido al bar sólo para decirle que lo más atractivo
de “Lima la fea” era él con sus monólogos sobre rock. Naturalmente me tenía
registrado. “Ya sabés que no hablo de literatura”, me dijo. “Ni de mujeres”, lo
corregí. “No me gustan las mujeres, niño”. “¿Y las bandas con mujeres?”,
respondí. “Depende, ¿cuál?”, la sonrisa desplazó el acto mecánico de fumar.
Dejó de rascarse los tobillos. Supuse que yo le había caído bien de entrada.
“¿Siouxsie and Banchees?”. “Me gustan”. Hizo una pausa larga y me dirigió los
ojos claros y ojerosos. “¿Escribes?” Asentí. “¿Te gusta Burroughs?”. “Mucho
menos que Ribeyro”. “Entonces siéntate en esa mesa”, señaló con la uña crecida
del dedo índice derecho una zona en penumbra, junto a un espejo, “extraño
hablar de literatura”. Y mientras él, para sorpresa de todos los presentes, dejaba
su lugar en la barra y se dirigía hacia la mesa, yo salí del bar de un salto y me
alejé sin volverme. Había un sol pleno, desconocido para Lima.
- Publicado el 3 de noviembre, en el Suplemento Cultura de Perfil.
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