domingo, octubre 27, 2013

La ciudad luminosa

Entre las muchas fantasías que uno tiene al viajar Montevideo, está la de hurgar pilas de libros en Tristan Narvaja o en puestos callejeros de la peatonal Sarandi y descubrir piezas perdidas, incunables sin candidatos. Un poco imitando el procedimiento del narrador de La novela luminosa, que rompía su cerco de sedentarismo y encontraba en puestos callejeros o librerías de usados ejemplares incomprendidos de toda especie, uno viaja a Uruguay con la expectativa del milagro. Sigue siendo un territorio donde el pasado puede en cualquier momento cruzarse en el camino. Levrero no era inmune a los milagros cotidianos y en el diario de La novela luminosa refiere cada una de estas manifestaciones de un modo lacónico.
En la peatonal Sarandí protagonicé un episodio que narrado adecuadamente podría ser levreriano. Husmeaba un puesto y otro y otro, insatisfecho. No me topaba con el milagro, ni siquiera ampliando mi búsqueda al mundo de los vinilos. Hasta que en una esquina, sobre un tablón sostenido por caballetes, se encarnaron de una vez todos los milagros. El que atendía era un flaco de ojos claros, curtido por el sol, que tenía en la mirada restos de experiencias nobles y hedonistas. Suelo confiar en ese tipo de personas. Pero más que el vendedor, en un primer momento me atrajo un ejemplar expuesto en primera fila. El síndrome de Rasputín, de Ricardo Romero. Me sorprendió encontrar la novela de un amigo bajo el sol amable de otra ciudad. El ejemplar parecía usado y los grises de la tapa, brillantes y llenos en mi edición, estaban opacos y la ilustración carecía de calidad, como si el libro hubiera pasado por muchas manos o fuera pirata. Le pregunté al vendedor de dónde había sacado ese libro, a lo que él respondió preguntándome si yo era el autor. Me alcé de hombros, desconcertado. Entonces me dijo que el día anterior un hombre alto le había preguntado lo mismo al ver Una novela china, de César Aira. Él le había contestado que desconocía el origen del libro, pero que era de un autor argentino desquiciado. El hombre alto le reveló entonces que ese libro estaba agotado y que él era César Aira.
Además de libros de Octavio Paz, José Saramago, Julio Cortázar, Marosa Di Giorgio, había en un rincón tres primeras ediciones. El grafógrafo y El retrato de Zoe, ambos de Salvador Elizondo, y Así en la guerra como en la paz, de Cabrera Infante. Después de hojearlos, elegí el primero y el último y dejé afuera al único de los tres libros que no había leído. Elizondo es un caso paradigmático de cómo la vanguardia, con toda su afectación, se transforma en reaccionaria con el paso del tiempo. El sesgo experimental de El grafógrafo trasunta un encantador clasicismo. En su inclinación libresca y en su solemnidad levemente borgeana, transmite algo añoso y a la vez inimitable. Su originalidad está intacta. Fue todo lo brillante y fino que debía ser un escritor Latinoamericano en el siglo XX para descollar. Caso distinto es el de Cabrera Infante, que no deja de ser un contemporáneo nato y un escritor cuya patria pasó a ser, en el exilio, una ciudad del pasado.
Consumada la compra, el librero me dijo que para mi próxima visita a Montevideo esperaba tener una librería. Desde hacía años quería abrir un local como los de la calle Corrientes, pero el negocio rendía tan poco que había empezado a rematar su biblioteca personal: de ahí provenían los dos ejemplares milagrosos que yo me llevaba.


 (Publicado en el suplemento cultura del diario Perfil, el 20/10/)

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