Entre las muchas fantasías que uno tiene al viajar Montevideo, está la
de hurgar pilas de libros en Tristan Narvaja o en puestos callejeros de la
peatonal Sarandi y descubrir piezas perdidas, incunables sin candidatos. Un
poco imitando el procedimiento del narrador de La novela luminosa, que rompía su
cerco de sedentarismo y encontraba en puestos callejeros o librerías de usados ejemplares
incomprendidos de toda especie, uno viaja a Uruguay con la expectativa del milagro.
Sigue siendo un territorio donde el pasado puede en cualquier momento cruzarse
en el camino. Levrero no era inmune a los milagros cotidianos y en el diario de
La novela luminosa refiere cada una de estas manifestaciones de un modo
lacónico.
En la peatonal Sarandí protagonicé un episodio que narrado adecuadamente
podría ser levreriano. Husmeaba un puesto y otro y otro, insatisfecho. No me
topaba con el milagro, ni siquiera ampliando mi búsqueda al mundo de los
vinilos. Hasta que en una esquina, sobre un tablón sostenido por caballetes, se
encarnaron de una vez todos los milagros. El que atendía era un flaco de ojos
claros, curtido por el sol, que tenía en la mirada restos de experiencias
nobles y hedonistas. Suelo confiar en ese tipo de personas. Pero más que el
vendedor, en un primer momento me atrajo un ejemplar expuesto en primera fila.
El síndrome de Rasputín, de Ricardo Romero. Me sorprendió encontrar la novela
de un amigo bajo el sol amable de otra ciudad. El ejemplar parecía usado y los
grises de la tapa, brillantes y llenos en mi edición, estaban opacos y la
ilustración carecía de calidad, como si el libro hubiera pasado por muchas
manos o fuera pirata. Le pregunté al vendedor de dónde había sacado ese libro,
a lo que él respondió preguntándome si yo era el autor. Me alcé de hombros,
desconcertado. Entonces me dijo que el día anterior un hombre alto le había
preguntado lo mismo al ver Una novela china, de César Aira. Él le había
contestado que desconocía el origen del libro, pero que era de un autor
argentino desquiciado. El hombre alto le reveló entonces que ese libro estaba
agotado y que él era César Aira.
Además de libros de Octavio Paz, José Saramago, Julio Cortázar, Marosa
Di Giorgio, había en un rincón tres primeras ediciones. El grafógrafo y El
retrato de Zoe, ambos de Salvador Elizondo, y Así en la guerra como en la paz,
de Cabrera Infante. Después de hojearlos, elegí el primero y el último y dejé
afuera al único de los tres libros que no había leído. Elizondo es un caso paradigmático
de cómo la vanguardia, con toda su afectación, se transforma en reaccionaria
con el paso del tiempo. El sesgo experimental de El grafógrafo trasunta un
encantador clasicismo. En su inclinación libresca y en su solemnidad levemente borgeana,
transmite algo añoso y a la vez inimitable. Su originalidad está intacta. Fue todo
lo brillante y fino que debía ser un escritor Latinoamericano en el siglo XX
para descollar. Caso distinto es el de Cabrera Infante, que no deja de ser un
contemporáneo nato y un escritor cuya patria pasó a ser, en el exilio, una
ciudad del pasado.
Consumada la compra, el librero me dijo que para mi próxima visita a
Montevideo esperaba tener una librería. Desde hacía años quería abrir un local
como los de la calle Corrientes, pero el negocio rendía tan poco que había
empezado a rematar su biblioteca personal: de ahí provenían los dos ejemplares
milagrosos que yo me llevaba.
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