En cuanto me ubiqué al final del ómnibus, percibí en mi compañero de
asiento un rictus sospechoso. No estaba del todo seguro de que fuera hombre,
aunque ciertos rasgos faciales y el pelo demasiado rubio y fino, me permitían
deducir que era teutón. La ropa deportiva que llevaba no me ayudaba a adivinar su
sexo. Tampoco el tamaño de los pies enfundados en calcetines, ni las zapatillas
deportivas, ni las piernas lechosas y lampiñas que asomaban por debajo de unas
clásicas bermudas de explorador. Tenía caderas de señora y un poco de pecho. Sin
embargo el vello disperso en la cara me hacía sospechar que se trataba de un
sujeto de género masculino con algún trastorno hormonal. Transpiraba y mantenía
las manos juntas entre las piernas. Tal vez por eso me parecía inapropiado
hablarle.
Cuando el ómnibus arrancó, percibí que su cara y sus manos se relajaron.
No es que tuviera ganas de entablar un diálogo, pero yo sabía que conocer su
voz era clave para confirmar o descartar sospechas. Dejé pasar unos minutos. El
ómnibus era una especie de acuario donde se recreaba la crueldad del
capitalismo norteamericano: jubilados que no podían renovar su licencia en los
asientos delanteros; más atrás, población negra sin ingresos para tomarse un vuelo
de bajo costo y latinos subocupados, mezclados a izquierda y derecha en hileras
dobles de asientos maltrechos.
Esta era la realidad cruda que contenía ese Greyhound sin baño y sin
aire que unía Tampa con Jacksonville a una velocidad crucero de sesenta kilómetros
por hora. Al final de ese embudo de realismo social, nosotros dos. Y digo
nosotros porque el teutón y yo éramos los únicos verdaderamente extranjeros.
Cuando le pregunté hacia dónde iba, me respondió de inmediato, con
cierta simpatía, como si durante esos minutos él también hubiera estado preparándose
para hablarme, que no sabía cuál era su destino. Me preguntó por el mío y le
dije que yo iba a Jacksonville para cambiar de autobús y seguir viaje hacia New
Orleáns. “¿Alguna razón especial?”. “Puro turismo”, le respondí y esperé a que
él me contará qué hacía en Estados Unidos si no sabía en verdad a dónde ir.
Pero él hizo silencio y yo tuve de pronto la certeza de que era un prófugo. Un
extranjero que había cometido un crimen delicado en Florida. La manera más simple
de pasar de Estado sin dinero era tomar el Greyhound o hacer dedo. Imaginé que
había intentado esto último y había sido blanco de burlas de camioneros crueles.
“¿Alguien te persigue?”, me animé a preguntarle después de un rato,
cuando intuí que de otro modo no volvería a hablar. Parpadeó de manera
reiterada. Descubrí que sus pestañas eran rubias y largas. Tragó saliva antes
de contestar afirmativamente. “De cualquier manera soy inocente. Aunque me
persigan, no me van a convencer de lo contrario”. Acto seguido, me relató su huida
de un centro de rehabilitación para adictos al embutido y derivados porcinos en
Dortmund. No sólo había escapado, sino que había persuadido y arrastrado a una
docena de internados. Durante días, en libertad total, había recavado pruebas
de que en Alemania había un plan secreto para eliminar a toda la población
porcina. Entonces había volado a Estados Unidos y se había encontrado con una
situación inversa. El Estado perseguía a los consumidores de cerdo. El país
entero era un centro de rehabilitación donde la cura era imposible. Por cada
consumidor, un espía, dijo, y corrió hacia el conductor y pidió bajar en el
medio de la ruta porque un intruso, en el fondo del autobús, lo vigilaba.
- Publicado en Suplemento Cultura Perfil, el 12/01/14
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