En la salida del aeropuerto de Guadalajara un
hombre sostiene un cartel que dice “Oliverio Coelho”. Decido que yo soy ese y
le extiendo la mano. No sé cómo en adelante voy a hacerme pasar por otro, pero
Dionisio, el chofer que la Feria
le ha asignado al Sr. Coelho, me orienta un poco al denominarme “Maestro”.
“Maestro”, pienso y froto las manos sobre mis rodillas pensando que esa es un
inconfundible comportamiento de maestro. En un Honda último modelo con aspecto
de nave en el que caben cinco personas más, mi chofer me lleva al hotel, me
comenta que va a esperarme y me entrega una carpeta con una lista de
actividades. Tenemos un día largo por delante. Un día sembrado de estrictas pruebas para simular que soy quien
creo que es Oliverio Coelho para los demás. El parecido fisonómico me favorece.
Sólo tengo que razonar como se supone que razona un escritor. Y ante todo,
tomarme en serio, introducir la palabra “obra” y “riesgo”.
Gracias a Dionisio, tengo en mis manos el
último libro de Coelho, “Hacia la extinción”. Me basta una ojeada para saber de
qué se trata. Las obsesiones de Oliverio son claras –o más bien reiterativas- y
corren en tres carriles: la relación de un hijo con un padre ido –cabe acá el
asunto del duelo-, los hombres solos y la metamorfosis que el exotismo imprime
en el carácter de hombres cuyas vidas están partidas. Con este pequeño esquema,
voy a tener materia viva para varias entrevistas. Estoy seguro de que lo que
podría decir al respecto no es muy distinto a lo que Oliverio, o cualquier
otro, diría.
Como preveía, ya en la primera entrevista solté
una parrafada sobre la alienación y la soledad en el Río de La Plata. Todo sonó coherente, y
el entrevistador, con el ceño fruncido, pasó a preguntarme por qué mis
personajes nunca encuentran lo que desean. Mostré mi desacuerdo: muy pocas
personas saben en el mundo lo que desean y mis personajes no tiene por qué ser
la excepción. Pero de cualquier manera, si así fuera, había una excepción, el
cuento que le da nombre al volumen. Ahí se refiere la historia de dos amantes
que se sienten reencarnaciones de amores pasados. Ese es justamente el único
cuento del libro que, a decir verdad, no me parece superficial. Le aseguro que
ahí “hay riesgo”.
Al final del día, después de veintitrés
entrevistas, incluidas dos visitas a programas televisivos con eminencias de la
farándula mexicana, nadie puso en duda que tenía enfrente al autor de “Hacia la
extinción”. Supuse que era el momento de volver a mi cuarto, recluirme y
prender la televisión. Pero Dionisio me recordó que mi día no terminaba con la
caída del sol y debía asistir a un banquete que ofrecía el Presidente de la
feria. Si había alguna actividad a la cual no podía faltar, era ésta. Se
trataba de un evento al que unos pocos llegaban con su propio chofer. Volvió a
remarcar que yo era un elegido.
Poco después estuvimos en la puerta de la
mansión. Bastó dar un paso para entender que ya podía dejar de ser quien
simulaba ser. Entre los cientos de personas, nadie parecía reconocer a mi
personaje. Escuché rumores de que en el fondo había un premio Nobel. Hablaban
de él como si fuera un inaccesible campeón de box. Espié. Vargas Llosa estaba
en un salón apartado, cruzado de piernas, sonriendo solo. Me hizo un gesto con
la mano para que me acercara. “Los escritores son aburridos. ¿Cuento contigo?”,
y de una pitillera de nácar extrajo un porro contundente y lo encendió mirándome
a través de la llama.
- Publicado en Cultura Perfil, el 29/12/2013
No hay comentarios.:
Publicar un comentario