Escribir ficción, contra lo que se cree, puede
volverse un trabajo de presidiario. La ficción es una gran mina de oro y para
cargar vetas valiosas hacia la realidad de la página en blanco, hay que ser un
burro, trabajar a ciegas en la noche o cuando sale el sol o contar con un doble
cínico que haga el trabajo sucio en la sombra. Ceder algo del alma. Nunca se me
había vuelto tan evidente como en esta estancia en Cuba. La venta completa del
alma a la ficción implicaría el acceso a una mina infinita, pero también un
castigo: la eterna repetición, la ausencia de originalidad.
Suspender el acto de escribir, gozar de ese
trabajo forzado en perspectiva, puede confundirse con una especie de voyeurismo
literario. Ahí está la carnadura de un escritor futuro. En eso reside el no
escribir: en anticipar el futuro. O mejor dicho, en pactar un futuro propio y
secreto. Ciertos poetas, más que el común de los narradores, saben de ese pacto.
Por eso mismo, para que la entrada en la
ficción no me resultara tan brutal y la espera fuera más leve, agoté por
diversos medios la manera de obtener whisky a precio razonable en el mercado
negro de La Habana. El Jameson, tal vez el whisky más perfecto en su relación
precio calidad, es inexistente. Esa escasez me angustia tanto como la falta de
internet o la dificultad para hacer llamadas internacionales. Un obstáculo
menor, debo admitirlo, entre una constelación de trabas kafkianas.
Desde que llegue a La Habana, emprendí una
lucha secreta contra los fantasmas de la escasez. Me sorprendió la posibilidad
de que ciertos derechos quedaran atravesados por la rigidez burocrática, por un
estado que piensa al ciudadano como un número homogéneo al que sólo debe
garantizarle bienes de primera necesidad. Todo lo que escapa a la necesidad entra en el círculo de un derecho subjetivo e
individual, y representa un capricho, un desvío de la doctrina, y tiene un
costo que sólo pueden pagar los funcionarios o quienes reciben remesas de
parientes varados en el primer mundo. Todo esto produce ciudadanos en serie, presidiarios
de la organicidad, del discurso médico, del automatismo, de la alimentación, del
trabajo como prestación estatal terapéutica, es decir, de la salud del cuerpo
en el ámbito colectivo –tema recurrente en los discuros de Fidel Castro y extraordinariamente
conjurado en “La carne de René” de Virgilio Piñera-.
El régimen castrista en los setenta y el
chavismo recientemente tocaron libertades que son de clase, pero esas
libertades, contra lo que enuncia el populismo latinoamericano, no son libertades
que configuren la identidad de una clase alta. Son en realidad características
que le permiten a la clase media expandir comportamientos o predilecciones y
producir identidad cultural más allá de la división de clases. Se trata de una clase
media que no podría definirse como consumidora ni elitista, pero sí como
productora continua de alteridad y diferencia.
Todo esto me viene a la cabeza porque en horas
vacías, pensando en la vuelta, el fantasma de la escasez me veda el acceso a la
ficción e interpela al hombre en su condición política más elemental. Me
imagino un futuro tenebroso en el que restos de identidades culturales de
clases medias extinguidas, se trafiquen como mercancía de una elite mercenaria
o altamente sofisticada, y no produzcan ni una herencia ni un retorno.
- Publicado en Cultura Perfil el 09/02/2014