Hace
unos años, viajando por el Estado de New York con dos amigos, en el límite con
Connecticut cruzamos un cartel con una flecha de desvío que decía: Bethel, home of the 1969 Woodstock Festival.
La palabra Woodstock en un cartel de ruta me pareció extraña y, poco después,
instantáneamente mágica. Por mera curiosidad folclórica, nos desviamos. Por
supuesto, no había hippies dando vueltas y no quedaban muchos indicios de aquel
evento más allá de la granja en la que había tenido lugar. Bethel, después de
Woodstock 69, era igual a Bethel antes de Woodstock 69: un pueblo cerrado, conservador,
rodeado de granjas y campos arbolados entre colinas de un verdor fosforescente.
Siguiendo atentamente las indicaciones, se llegaba a donde había tenido lugar
el festival. La granja se había transformado en un Centro para las Artes y
había allí un prolijo museo. Junto a una placa conmemorativa, se tomaban fotos algunos
de los tantos hippies veteranos que peregrinaban al lugar donde había quedado enterrada
su felicidad.
Recuerdo
que en el secundario una profesora nos hizo leer un poema de Borges, Elegía del recuerdo imposible, que
siempre creí blando y apócrifo. Cada estrofa estaba encabezada por un “¿Qué no
daría yo por…?” y el poema era una simple enumeración de lugares comunes
borgeanos. (Ahora descubro, en internet, que Borges es el curioso autor de ese
poema que tematiza una constelación de lugares comunes borgeanos). Y cada tanto
me preguntó cómo aplicaría la fórmula “¿Qué no daría yo por?”. Las respuestas
son variadas, y casi siempre involucran a la música y no a la literatura, que
está repleta de recuerdos posibles y lecturas al alcance de la mano. Uno podría
apelar al recuerdo imposible de haber conocido a Kafka, pero para qué si están
sus libros. Con la música no es tan así. Hay hitos. Aunque uno no conciba el
recuerdo imposible de haber conocido personalmente a Jimmy Hendrix, sí podría
desear haberlo escuchado en vivo. Y si
pudiera ir más lejos, en Woodstock 69. Ya no habría muchas chances de escuchar
a Hendrix –moriría un año después- y esa performance representa su apogeo. Miro
una y otra vez la hora y media de recital de Hendrix en estado de gracia, el 18
de agosto de 1969 a las nueve de la mañana, e invento un recuerdo. Estaba
planeado para las ocho y se pospuso un poco por la lluvia; del casi medio
millón de personas que pasó el fin de semana por esa granja de Connecticut, ese
lunes nublado de agosto quedaron treinta mil hippies privilegiados para ese
cierre. Hendrix salió al escenario con un semblante impasible, una vicha roja,
una camisa blanca con flecos que sirvió de fondo para su guitara también
blanca. El tiempo se detuvo y terminó de encarnar la utopía de un mundo feliz.
Pasaron los años. La Fender Stratocaster blanca se convirtió en el instrumento
más caro de la historia del rock cuando uno de los cofundadores de Microsoft,
Paul Allen, la compró por dos millones de dólares.
Nada
de todo eso –ni la granja que fue comprada por millones y transformada en
santuario, ni la Fender marcada por el cigarrillo de Hendrix que pasó de
coleccionista en coleccionista-, transmiten un gramo del espíritu de Woodstock.
Sólo en algunas grabaciones, en la guitarra de Hendrix, Neil Young o Richie
Havens, o en la voz inconmensurable de Janis Joplin, sobreviven pedazos de esa isla utópica abandonada en la
historia.
* Columna publicada el 30 de noviembre, en Cultura de Perfil.
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