lunes, diciembre 08, 2014

Recuerdos inventados *


Hace unos años, viajando por el Estado de New York con dos amigos, en el límite con Connecticut cruzamos un cartel con una flecha de desvío que decía: Bethel, home of the 1969 Woodstock Festival. La palabra Woodstock en un cartel de ruta me pareció extraña y, poco después, instantáneamente mágica. Por mera curiosidad folclórica, nos desviamos. Por supuesto, no había hippies dando vueltas y no quedaban muchos indicios de aquel evento más allá de la granja en la que había tenido lugar. Bethel, después de Woodstock 69, era igual a Bethel antes de Woodstock 69: un pueblo cerrado, conservador, rodeado de granjas y campos arbolados entre colinas de un verdor fosforescente. Siguiendo atentamente las indicaciones, se llegaba a donde había tenido lugar el festival. La granja se había transformado en un Centro para las Artes y había allí un prolijo museo. Junto a una placa conmemorativa, se tomaban fotos algunos de los tantos hippies veteranos que peregrinaban al lugar donde había quedado enterrada su felicidad.

Recuerdo que en el secundario una profesora nos hizo leer un poema de Borges, Elegía del recuerdo imposible, que siempre creí blando y apócrifo. Cada estrofa estaba encabezada por un “¿Qué no daría yo por…?” y el poema era una simple enumeración de lugares comunes borgeanos. (Ahora descubro, en internet, que Borges es el curioso autor de ese poema que tematiza una constelación de lugares comunes borgeanos). Y cada tanto me preguntó cómo aplicaría la fórmula “¿Qué no daría yo por?”. Las respuestas son variadas, y casi siempre involucran a la música y no a la literatura, que está repleta de recuerdos posibles y lecturas al alcance de la mano. Uno podría apelar al recuerdo imposible de haber conocido a Kafka, pero para qué si están sus libros. Con la música no es tan así. Hay hitos. Aunque uno no conciba el recuerdo imposible de haber conocido personalmente a Jimmy Hendrix, sí podría desear haberlo escuchado  en vivo. Y si pudiera ir más lejos, en Woodstock 69. Ya no habría muchas chances de escuchar a Hendrix –moriría un año después- y esa performance representa su apogeo. Miro una y otra vez la hora y media de recital de Hendrix en estado de gracia, el 18 de agosto de 1969 a las nueve de la mañana, e invento un recuerdo. Estaba planeado para las ocho y se pospuso un poco por la lluvia; del casi medio millón de personas que pasó el fin de semana por esa granja de Connecticut, ese lunes nublado de agosto quedaron treinta mil hippies privilegiados para ese cierre. Hendrix salió al escenario con un semblante impasible, una vicha roja, una camisa blanca con flecos que sirvió de fondo para su guitara también blanca. El tiempo se detuvo y terminó de encarnar la utopía de un mundo feliz. Pasaron los años. La Fender Stratocaster blanca se convirtió en el instrumento más caro de la historia del rock cuando uno de los cofundadores de Microsoft, Paul Allen, la compró por dos millones de dólares.

Nada de todo eso –ni la granja que fue comprada por millones y transformada en santuario, ni la Fender marcada por el cigarrillo de Hendrix que pasó de coleccionista en coleccionista-, transmiten un gramo del espíritu de Woodstock. Sólo en algunas grabaciones, en la guitarra de Hendrix, Neil Young o Richie Havens, o en la voz inconmensurable de Janis Joplin, sobreviven  pedazos de esa isla utópica abandonada en la historia. 

* Columna publicada el 30 de noviembre, en Cultura de Perfil. 

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