De mi última visita a Seúl recuerdo sobre todo un hecho: no
quería salir del hotel y, de hecho, limité mis salidas a las actividades
programadas que tenía justo del otro lado de una ancha avenida. Mi resistencia
a caminar, tan común en mí, e inversamente proporcional a la disposición para
andar en bicicleta o nadar, no se debió a un acceso de fobia, sino a una
combinación de circunstancias. Estaba por unos pocos días, para un festival de
literatura, y el viaje de ida y vuelta en avión sumados equivalían a la mitad
del tiempo que pasaría en la ciudad, con el agravante de que en ese lapso mi
organismo cambiaría dos veces a husos horarios antagónicos. No tenía bicicleta
y, de tenerla, tampoco podría haberla usado, porque en Seúl no hay bicisendas
ni está contemplado que los ciclistas anden por las calles. Un ciclista suelto
en medio del tráfico es mirado como un dinosaurio. Los pocos ciclistas que
circulan son en sí bombas urbanas de tiempo, se las arreglan para andar por las
veredas en zig zag, casi a la par de los caminantes, por lo cual más que
pedalear hacen equilibrio o se desempeñan en una especie de cuerda floja, a
punto de provocar alguna colisión. A las circunstancias descritas, se suma
cierto conocimiento de la ciudad y de los hábitos de la población que me indicaba
lo tedioso que, para alguien recién llegado, podía resultar moverse desde el
centro hacia otra zona. Incorporar la lógica del transporte público coreano es
el paso final de un aclimatamiento, no de una llegada. Para plegarse al
impecable y colosal transporte público coreano, hay que ser nativo, matemático,
o haber cursado un seminario especializado en combinaciones y prácticas urbanas.
Aunque las actividades tenían lugar a cien metros l de
tres minutos por vez. A pesar de que no pasaran autos, hordas de peatones esperaban
pacientemente la luz verde del semáforo para cruzar. Una violación a la norma,
ante cientos de testigos, parecía impensable. En otras visitas a Seúl había
cruzado avenidas en la noche, por la mitad de la calle, a escondidas. Pero
semejante transgresión, en hora pico, podía confundirse con una profanación del
espacio público. Desplazarse hasta el andén de subte, que quedaba cien metros
más allá del centro de actividades y doscientos metros bajo tierra,
representaba en sí un viaje de casi veinticinco minutos, considerando que mi
habitación estaba en el piso veinte y debía esperar el ascensor tres o cuatro
minutos.
ineales, por el tipo de
trazado urbano y la disposición de cebras peatonales, yo debía cruzar tres
avenidas, es decir, conducirme con paciencia ante tres semáforos cuyo tiempo de
espera era, si bajaba en mal momento,
Más allá de todo lo dicho, el factor milagroso que selló mi
inercia residió en el cuarto mismo. La mentalidad de cada viajero está aquejada
por un prototipo de habitación que, por distintas circunstancias, nunca llega. En mi caso,
ese prototipo de habitación presenta un living separado del cuarto de dormir
por puertas corredizas que permiten unificar los dos ambientes en uno. Cocina y
baño con ducha potente. Un gran ventanal
junto a la cama, que abarca distintos puntos cardinales de la ciudad y permite la sensación de observar sin ser
observado. Así era, sin que hubiera planeado
nada, mi habitación, y cada mañana, cada tarde y cada noche, el cielo y una
constelación de templos budistas que se abrían en el medio de Seúl, colonizaban
ese espacio anónimo y yo me volvía el intruso perfecto en un paraíso congelado
detrás de un vidrio.
* Publicada el 16/11/14 en Cultura Perfil.
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