Llevaba sombrero Panamá, un traje de hilo
blanco, sandalias de cuero rústico. Que estuviera afeitado y la piel presentara
un bronceado leve, un rubor que se combinaba con las manchas de la edad y la
mirada cristalina y optimista de un mafioso de los cincuenta, le agregaba
todavía más clase a ese aristócrata traspapelado bajo el sol brutal del trópico.
Si no se me hubiera acercado en el único
bar que en La Habana ofrecía cerveza roja tirada y single malts, tal vez nunca
me habría animado a hablarle. “Tú eres argentino”, afirmó. Estoy casi seguro de
que no fue una pregunta. Asentí y supe que ese caballero se traía algo entre
manos. “Caminas como los argentinos de antes”. A diferencia de otros cubanos
que abordan a extranjeros preguntando por su nacionalidad y elaborando alguna
anécdota ladina, él presentaba en la voz un aplomo distinto. Su alma no parecía
haber sido desmigajada por las extravagancias del castrismo. Deduje que había
vuelto después de un exilio consensuado y nunca había estado proscripto.
Algunos, unos pocos convidados no gratos en el banquete de la revolución, en la
primera época habían sido invitados a salir sin represalias. Me ilusioné con
estar frente a uno de esos bohemios que desaparecieron con la revolución y
quedaron retratados en La Habana para un
infante difunto.
“Dime tú, he conocido muchos compatriotas,
pero ninguno sabía nada de Yatasto”. Clavó sus ojos en mi cara, como si esperara
una expresión inmediata de entusiasmo, una pasión simétrica. A medida que pasaron los segundos su
expectativa fue decreciendo. Yatasto, Yatasto, dije para mis adentros. Tal vez
fuera una calle. Enumeré para mis adentros nombres de calles: Yatay, Bacacay,
Jean Jaures. Cuando él estaba a punto de perder interés y confinarme al grupo
de los que nunca supieron nada de Yatasto, me vinieron dos recuerdos: primero,
el bar de la esquina de Av. San Martín y Álvarez Jonte, con los trofeos de un
caballo exhibidos en la vidriera y fotos épicas de turf en las paredes. Luego,
mi padre en el hipódromo de Palermo hablándome una tarde de un purasangre
poseído que siempre ganaba por varias cabezas y se transformó en un mito hípico
de Latinoamérica: vencedor de todos los clásicos hábidos y por haber; cuádruple
coronado en 1951; dueño aún hoy del récord en los tres mil metros –algo
inconcebible en el atletismo o en disciplinas competitivas cuyo sentido de ser
siempre es implementar una nueva marca y forzar un nuevo patrón atlético en
cada década-.
“Mi padre lo vio correr cuanto tenía once
años”, dije de pronto. Él sonrió mostrando una dentadura perfecta. “Prendería
un habano en tu honor, pero sé qué no fumas”. No se lo negué. Un mozo llenó
nuestros vasos de whisky. “Doble para el chico”, indicó inclinando el dedo anular.
Llevaba un anillo con una piedra negra que podía ser un zafiro o una turmalina.
“Chico, a ese caballo lo vi correr en Montevideo y en Buenos Aires. Mi padre
era uno de los dueños del Oriental Park Havana, el mejor hipodromo de América.
Viajábamos todos los meses a los mejores derbies y creeme que no había otro
como Yatasto. Todavía lo veo correr cuando miro una pista vacía”. Pasó a
describirme la carrera en la que Yatasto sentó el record de los tres mil
metros. “Quisimos comprar ese caballo, pero Perón quiso que el caballo del pueblo
quedara en el país. Estaba todo listo para que corriera y ganara el Derby de
Kentucky.”
* Columna publicada el 2/11/14 en Cultura Perfil.
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