Nunca
presencié en viaje acciones descabelladas, como un hombre bajando al foso de
los leones, un incendio o un suicida monologando en la cornisa de un edificio. Son
hechos que seguro me habría detenido a observar y a analizar, porque en cada
país tienen sus propias características
–sobre todo la instancia del salvataje, donde se evidencian las brechas culturales-.
Tampoco presencié un accidente ni un gran robo.
En
Buenos Aires siempre, de alguna manera, llegué tarde al lugar de los hechos y a
fuerza de curiosidad incorporé rumores y datos de testigos y observé los
efectos colaterales del suceso en cuestión: autos volcados con personas
atrapadas entre los hierros, personas fulminadas por un paro cardíaco en el medio
de la calle con un cortejo de paramédicos alrededor, dos hermanos en medio de
un ataque de nervios tras una salidera, ladrones esposados, boca abajo y
aplastados por la bota sádica de policías frustrados, conductores agarrándose a
trompadas por un roce de carrocerías. Todo esto, en una ciudad en la que el
incidente, la trapisonda y el robo, son materia dispuesta y cotidiana a medida
que avanza el verano y la infraestructura colapsa.
Sólo
una vez presencié, in situ, un hecho extraordinario. Por ese entonces tenía
veinte años. En pleno verano, las calles de Roma estaban bastante deshabitadas,
salvo en una zona de bares próxima al Tiber. Caminar junto al río implicaba sumergirse en
un agradable sonambulismo. Los árboles y los puentes producían esa sensación de
encantamiento prodigioso que Fellini sintetizaba tan bien cuando filmaba las
calles de Italia.
Las
luces de un boulevard en pendiente me atrajeron y decidí terminar mi paseo. Había
una plazoleta elegante y un grupo de gente en la calle, con cervezas en la
mano. Me disponía a unirme a la multitud, cuando de repente tres jóvenes
salieron, vociferando en italiano, arrastrando a un turista inglés ebrio. A la
vista de todos, en cuestión de segundos le dieron una paliza que interrumpí, como si tuviera algún tipo de autoridad legal,
cuando le pateaban la cabeza: el inglés, pese a su contextura robusta, estaba servido
en bandeja. Gritar “basta, lo van matar”, alcanzó para que los tres matones
volvieran en sí. “Miró a Giulia”, dijo el líder de la golpiza, y creo que en
ese momento comprendió que ese hecho era incongruente con el resultado de la
paliza. Enseguida los otros dos amigos, viéndose implicados en un posible delito
motivado por los celos patológicos de un tercero, lo instaron a irse del lugar.
Se echaron a correr cuesta arriba. La escena perfectamente podría haber
sucedido en Buenos Aires.
Con
la ayuda de Giulia, hermana del líder de la golpiza, subí al inglés a un taxi y
lo llevamos al hospital más cercano, ubicado en la isla Tiberina. El hospital,
del siglo XVI, parecía más bien un castillo que seguramente había sido levantado
en la isla, a modo de cárcel encubierta, en época de pestes para proteger a la
aristocracia. Depositamos al inglés en la guardia. Los médicos nos
agradecieron, como si un moribundo de esa clase fuera una pieza de colección. Nosotros,
arrastrados por un interés fuera de cálculo, subimos al mismo taxi. Al día
siguiente me desperté pensando en el inglés. Me dispuse a llamar al hospital y
preguntar por su estado de salud, pero Giulia me dijo que olvidara el asunto,
ese inglés en el fondo tenía los ojos de un pobre tipo que mira a las mujeres
para evocarlas en soledad.
* Publicado en Suplemento Cultura de Perfil el 14 de diciembre de 2014.
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