El primer mundial que recuerdo es el del 86. Tenía nueve años. Estaba lejos de apreciar el fútbol como un arte. El equipo de Bilardo, al igual que el de Maradona hoy, había llegado a clasificarse a los tumbos, con un gol agónico de Gareca frente a Perú –un gol tan milagroso como el de Palermo, también ante Perú–. En cada mundial, desde entonces, lo que se pone en juego en Argentina, además de un negocio incalculable, es el tamaño del orgullo nacional, la esperanza de millones de personas para las cuales ser campeón equivale a disputar por un tiempo la hegemonía –no sólo futbolística- de Brasil.(sigue en Babelia, Papeles pérdidos).
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