martes, diciembre 06, 2005

Estigmas

El pequeño cementerio de Camarones parece terminar en el mar. Es mediodía, lo recorro, inspecciono las lápidas. En casi todas hay un retrato en sepia del difunto, y un epitafio de la familia. Entre sombras, se desliza el sepulturero, podando el perímetro de arbustitos que delimita el camposanto. Las tijeras son antiguas, están oxidadas, se parecen a instrumentos quirúrgicos del año treinta. Espontáneamente, el hombre me saluda, empieza a hablar, pierde edad o en realidad descubre esa vejez etérea que tienen los hombres que han pasado mucho tiempo solos y en silencio. Él es la memoria de los vivos y de los muertos. Conoce la vida de cada uno, y como si encarna la voz de un Spoon River, me habla de quienes habitaron el pueblo, del oficial de correo que enloqueció, del niño ahogado que le habla en sueños a su madre, de la viuda que todas las tardes canta frente a su esposo, del intendente que se hizo construir un panteón lujoso con la fantasía de resucitar. Cuando habla de los vivos, parece referirse a ellos como a muertos del pasado que reencarnaron para que al pueblo no se lo lleve el viento. Todos, de una manera u otra, por lazos familiares, están ligados al territorio que custodia, y todos pasean los secretos de la tristeza bajo su mirada.

Salta de mil nueve noventa a mil ochocientos setenta, menciona a antiguos habitantes indígenas que gracias a una dieta de ñandú y avestruz llegaban a vivir ciento treinta años, hasta llegar Perón, "ese gran hombre que hizo tanto por la Patagonia". Los padres de Perón, entre mil novecientos diez y mil novecientos treinta vivieron en Camarones. Perón paso su infancia acá, ya que su padre era juez de paz, y volvió cada vez que pudo, en Ford T, mientras estudiaba en Buenos Aires. Durante su primera presidencia mandó a construir la titánica escuela desde la que ahora escribo. La casa del padre se transformó en un asilo para alcohólicos, y hace quince años misteriosamente se incendió. El sepulturero dice haber conocido a María Sosa, la madre de Perón, y la recuerda como una mujer paisana, descendiente de Tehuelches, y cuando le hago notar que quizás él, en mil novecientos treinta, no hubiera nacido o fuera muy chico, me contesta que, como buen hijo de inmigrantes, heredó la memoria de su padre galés y su madre rusa, y me guía hacia una lápida. En un daguerrotipo, una pequeña mujer en miriñaque que podría pasar por polaca, y un hombre pálido y con aspecto de campesino protestante, fruncen el ceño y desvían la mirada de ese olvido que ahora arranca un instante imperceptible de la historia.

3 comentarios:

Gus Nielsen dijo...

Volvé, bolú. El pimpón te espera.

Néstor dijo...

Oliverio, un placer leer este texto, lo disfruté mucho, si todavía anda, dése una vueltita por Río Negro y nos tomamos unos vinos y nos comemos unos corderos.
Un abrazo

oliverio coelho dijo...

Néstor, una pena, habrían sido buenos unos corderos. Planeo volver en unos meses, ya que quedé encantado... Voy a tratar de conseguir un auto para recorrer mejor. EStás en Viedma? Abrazo