El pequeño cementerio de Camarones parece terminar en el mar. Es mediodía, lo recorro, inspecciono las lápidas. En casi todas hay un retrato en sepia del difunto, y un epitafio de la familia. Entre sombras, se desliza el sepulturero, podando el perímetro de arbustitos que delimita el camposanto. Las tijeras son antiguas, están oxidadas, se parecen a instrumentos quirúrgicos del año treinta. Espontáneamente, el hombre me saluda, empieza a hablar, pierde edad o en realidad descubre esa vejez etérea que tienen los hombres que han pasado mucho tiempo solos y en silencio. Él es la memoria de los vivos y de los muertos. Conoce la vida de cada uno, y como si encarna la voz de un Spoon River, me habla de quienes habitaron el pueblo, del oficial de correo que enloqueció, del niño ahogado que le habla en sueños a su madre, de la viuda que todas las tardes canta frente a su esposo, del intendente que se hizo construir un panteón lujoso con la fantasía de resucitar. Cuando habla de los vivos, parece referirse a ellos como a muertos del pasado que reencarnaron para que al pueblo no se lo lleve el viento. Todos, de una manera u otra, por lazos familiares, están ligados al territorio que custodia, y todos pasean los secretos de la tristeza bajo su mirada.
Salta de mil nueve noventa a mil ochocientos setenta, menciona a antiguos habitantes indígenas que gracias a una dieta de ñandú y avestruz llegaban a vivir ciento treinta años, hasta llegar Perón, "ese gran hombre que hizo tanto por la Patagonia". Los padres de Perón, entre mil novecientos diez y mil novecientos treinta vivieron en Camarones. Perón paso su infancia acá, ya que su padre era juez de paz, y volvió cada vez que pudo, en Ford T, mientras estudiaba en Buenos Aires. Durante su primera presidencia mandó a construir la titánica escuela desde la que ahora escribo. La casa del padre se transformó en un asilo para alcohólicos, y hace quince años misteriosamente se incendió. El sepulturero dice haber conocido a María Sosa, la madre de Perón, y la recuerda como una mujer paisana, descendiente de Tehuelches, y cuando le hago notar que quizás él, en mil novecientos treinta, no hubiera nacido o fuera muy chico, me contesta que, como buen hijo de inmigrantes, heredó la memoria de su padre galés y su madre rusa, y me guía hacia una lápida. En un daguerrotipo, una pequeña mujer en miriñaque que podría pasar por polaca, y un hombre pálido y con aspecto de campesino protestante, fruncen el ceño y desvían la mirada de ese olvido que ahora arranca un instante imperceptible de la historia.
3 comentarios:
Volvé, bolú. El pimpón te espera.
Oliverio, un placer leer este texto, lo disfruté mucho, si todavía anda, dése una vueltita por Río Negro y nos tomamos unos vinos y nos comemos unos corderos.
Un abrazo
Néstor, una pena, habrían sido buenos unos corderos. Planeo volver en unos meses, ya que quedé encantado... Voy a tratar de conseguir un auto para recorrer mejor. EStás en Viedma? Abrazo
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