En el bus Buenos Aires-Carmen de Patagones no deja de molestarme el confort. El bus cama, como toda sofisticación que excede una utilidad racional, impide el sueño; lo de "cama" es un eufemismo, no existe modo de estirar las piernas en esa especie de tablita de planchar que se retira del asiento de adelante. A causa de ese artefacto inútil, rodillas y tobillos se resienten. Por la noche, mientras detrás del vidrio pasan franjas mullidas de campo y el cielo relampaguea, me doy cuenta de que hace casi tres años de mi viaje a la India. Desde entonces, cada vez que me muevo en bus por Argentina, me remonto a escenas de aquel viaje. Como si mi memoria se hubiera cristalizado ahí y no pudiera volver al presente, la experiencia de viajar funciona por contraste o falsifica un escuálido déjà vu. Siempre lamenté no haber llevado un diario exhaustivo en la India y a eso atribuyo la duración y la precisión de mis recuerdos. Y sin embargo, como un lento exorcismo, la escritura de ese diario imposible ocurre fragmentadamente, en los buses o en los trenes, años después, cuando alguna situación me remite a otra cuya profundidad y color parece parte de un sueño que retrata el pasado y releva la identidad en ese efecto de reconstrucción sin tiempo que hace a la nostalgia.
Ahora me acuerdo el bus que me llevó de Kochi a Mysore. Es una de las pocas zonas sin ferrocarriles y la única alternativa es el bus. No había mucho para elegir: sin o con asiento reclinable. Ambos prehistóricos. A mi lado un borracho -figurita dificil en la India- excitadísmo por mi presencia, cada tanto intentaba sentarse sobre mis rodillas y formulaba la misma pregunta, ¿are you marrried? El hombre parecía incómodo en su pellejo y escupía hacia cualquier dirección y cuando yo le pedía que apuntara hacia el pasillo contestaba meciendo la cabeza, como todos en Tamil Nadu y Kerala: "Yes, sir"... Para enseguida hacer lo contrario y ampliar la compasión y la sonrisa de los demás pasajeros, que también escupían, pero siempre hacia el suelo. Como en el bus Buenos Aires-Patagones, aunque sin pruritos y sin sordina, los pasajeros soltaban sus pedos a piacere, pero la ausencia de vidrios en las ventas mezclaba esas ociosas pestilencias con olores arraigados en la noche. En el bus argentino las ventanillas están lacradas y el aire acondicionado expande y estiliza las flatulencias que el viajante argentino acordona en su vientre. En cierto momento, cuando el rechinante autobús atravesaba una selvática boca de lobo, el borracho reconoció su zona por alguna marca misteriosa en el paisaje, se levantó, se bajó y despareció en medio de la noche. El viaje duró unas ocho horas más y yo dormí una eternidad que si no excribiera invadiría el presente.
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