La sociedad argentina en su conjunto durante la dictadura y la década de los noventa fue empujada, por razones y modalidades distintas en cada momento, a un proceso de descomposición interna. Fueron épocas en las que la saturación de historicidad suspendió el rumbo de la política. La figura del intelectual sufrió una parálisis y un desgaste equivalente al del tejido que definía su campo de acción. Vale decir que su influencia decreció en todos los ámbitos y quedó relegada, en muchos casos, a la academia, y su espacio de expresión a las revistas especializadas. En resumidas cuentas, por un cambio de paradigma, la potencia ideológica del intelectual quedó vaciada de utilidad política, y recién con el Kuko en el poder ciertos intelectuales que mantuvieron intacto en el espíritu la dioptría peronista, fueron agasajados y pasaron a tener participación, aunque limitada, en la vida pública.
Por su parte, el escritor, menos que cambiar, perdió relevancia en la vida pública -salvo en revistas y en suplementos literarios esqueléticos, donde a menudo tiene que ofrecer casposas entrevistas para darle visibilidad a sus propios libros- porque el curso obsceno del liberalismo así lo determinó. Casi podría decirse que el sentido de cualquier compromiso quedó impugnado por un halo de escepticismo generalizado, y con excepción del tipo de escritor implicado estéticamente en las patologías Lingüístico Espino Psicológicas -los LEP´s, otrora denominados vanguardistas-, casi ninguno tiene verdadera ingerencia en el entramado social. Los LEP´s tienen en el mundo una ingerencia imperceptible pero sustancial, ya que el fenómeno de la lectura se determina a través de afinidades estéticas, exteriores a la moda y a la publicidad del mercado, y ellos representan -¡quién si no!- la expresión de una afinidad idílica que es en realidad utopía política.
Pero volviendo a lo anterior, si la lectura representa algo más que un pasatiempo, la ingerencia que una disciplina menor como la literatura -y más en el caso de los LEP´s- puede tener en una sociedad eclipsada por el mundo del espectáculo, no puede definirse si no como un exceso de trascendencia, una intimidad sobreescrita.
Sin llegar a poner en práctica la premeditada astucia del LEP, puede decirse que entre el escritor y el lector la intimidad de una lengua determina que exista identificación estética y que, de hecho, haya buena literatura -y no novedades editoriales y libros premiados por multinacionales- a lo largo del tiempo. Se trata, simplemente, de la irrupción de un libro en la intimidad del hombre, y de la suma de estas irrupciones se puede inferir una relevancia pública como la que, en su momento, supo tener Borges.
En una literatura de exportación tan en boga como la de hoy en día, en la que los autores apuestan a un argumento racional, a una lengua neutra y sin marcas personales o regionales, la intimidad -el plano de sentido de la literatura en la soledad del individuo- se esfuma, y la publicidad pasa a ser un medio de ingerencia o, más llanamente, una estrategia de identificación comercial: la economía de lo público avasallando la política de lo privado, y no a la inversa, la intimidad -único espacio politizable hoy en día tras el naufragio de las izquierdas- resistiendo la economía pública.
Imagino que el público que consume novedades de libros que apenas lee o que simplemente compra porque aparecen en la lista de los más vendidos, renuncia a esa intimidad porque no elaboró una lengua a la altura de su propio goce. Éste, se me ocurre ahora, es uno de los contrasentidos fundamentales que dan aire al capitalismo y la clave que articula su futuro: el sistema, a la vez que legitima y decodifica objetos y tendencias, dona una lengua neutra e insatisfecha, una lengua insuficiente para sintetizar la experiencia subyacente en esos mismos objetos y tendencias.
La lengua rebajada del marketing, asequible y blandita, es la lengua servil que prefiere la península ibérica y los agentes literarios a la hora de promocionar rentables "obras maestras". Raramente un texto cuidado para el mercado internacional -o para el mercado a secas-, estructurado sobre una buena trama, una prosa limpia y un argumento con intriga pero carente de un tono personal, pueda fundar, en el aquí y en el ahora argentino, esa intimidad que redime a la buena literatura del fraude public(itari)o del buen gusto.
De modo que hay algo que caracteriza a la literatura que apuesta a una lengua y a un universo personal: una relación espectral de apuntalamiento mutuo. Por el contrario, un autor Premio Planeta, desde el momento en que acepta rebajar su lengua y su imperceptible universo literario para capturar a un público masivo, hace pública una impostura, y suprime de su literatura esa intimidad que implica en el texto temporalidad humana -a esta acepción política de lo privado me refería más arriba-. En su lugar sólo queda tiempo financiero, ese flujo tasado por el hombre público, el profesional para el cual cada hora de trabajo debe ser rentable -pues apuesta a la consolidación de una economía por fuera de la política, gesto que remite a la década del noventa-. Tales autores aceptan, en suma, la "responsabilidad social" de producir capital especulativo, y en este sentido cada libro no es más que un flujo financiero en un sistema donde deseos sin objeto se reproducen, a ritmo vertiginoso, infantilizados en pantallas o en cúmulos de papel. En definitiva, son estas, hoy en día, las figuras del escritor: una que funciona políticamente en las coordenadas de intimidad del lector, y otra que, prendida a la economía de los noventa, hibrida al empresario y al profesional de la escritura a fin de obtener rendimientos crecientes.
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