La muerte de Maradona es inevitablemente irreal, imposible. La idiosincrasia argentina post Malvinas pende del genio de Maradona. De alguna manera, el mito de Maradona resultó un bálsamo para la autoestima nacional. Es difícil predecir qué pasará con esa celda de la identidad argentina, con esa acumulación de pixeles estelares que queda vacante. Incluso los que rechazaban a Maradona por su origen de clase o sus inclinaciones políticas, dialogaban con él. Maradona era un espejo en el cual el pueblo podía hablarse, insultarse o representarse. Probablemente ese espejo quede intacto, y la imagen siga replicándose y atrayendo fragmentos analógicos para componer el último cuarto del siglo XX.
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Maradona fue el último gran jugador pre play station, pre globalización. En este punto, su modo de jugar era totalmente atípico, antiproductivo y por momento estéticamente ocioso. La antítesis de Messi y Rondaldo. El jugador que más se le asemejó espiritualmente, pero sin explosión en el pique corto y en la gambeta, fue Riquelme. Su antecedor, del cual Maradona aprendió todo, fue Ricardo Bochini, que tenía en la cancha el misma actitud combativa y el mismo genio.
Si uno se detiene a ver un partido entero, descubre que Maradona perdía pelotas, muchas veces pasaba la pelota hacia atrás innecesariamente –esto algo que detestaba mi abuelo de Maradona-, muchas veces apostaba a que lo bajaran cerca del área en vez de terminar la jugada. Era un jugador que podía darse el lujo de derrochar y especular.
Cuando la combinación de factores se daba, definía un partido. Y eso sucedía en algún momento de los 90 minutos en los que estaba en la cancha –casi nunca era reemplazado hasta el último minuto-. Tener a Maradona no significa solamente tener al mejor jugador del mundo, sino más bien tener un comodín infinito, vidas extra.
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Algún desarrollador tecnológico debería patentar una aplicación para hablar con Maradona en cualquier lugar a cualquier hora, una suerte de holograma privado, una app que mantenga viva la imagen del astro para que, por un lado, sus devotos puedan seguir reflejándose en su oráculo, y para que por otro lado en los argentinos mayores de cuarenta, digamos, nacidos antes del año 80, no sobrevenga una crisis de identidad. A partir de un algoritmo, imaginemos, un milenial crea una aplicación para mantener viva el alma de Maradona en el pueblo y por ende todo eso que cada invididuo vivió mientras Maradona se volvía Dios. Cada persona al despertar, entra a la aplicación y puede sentir que Maradona sin cuerpo lo interpela.
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Me viene a la memoria el apodo con el que mi abuelo, escéptico hincha de Racing, denostaba a Maradona frente a la televisión, durante el mundial del 86: “taponcito”. Afirmaba sin vacilar que Maradona era puro humo, que hacía espamento, que andaba por el suelo siempre llorando. “Un espamentoso ese gordito”. Yo, con once años, con la necesidad de un ídolo, me enojaba y trataba de demostrarle a mi abuelo que a Maradona no lo dejaban jugar, que le pegaban. Según mi abuelo, él no quería jugar, era ineficaz, prefería que le pegaran para tirarse y hacer tiempo. En la vereda opuesta, mi padre veneraba esa supuesta ineficacia y afirmaba que Maradona era el mejor jugador que había visto jugar en su vida: capaz de sacarse un jugador de encima en una baldosas y dar un pase aéreo de gol de 50 metros. Medían con distintas varas al mismo jugador: la eficacia versus la calidad. La calidad de Maradona sin duda nunca fue superada por Messi. Pero Messi, con los años, ganó eficacia, como si fuera un jugador destinado a satisfacer estadísticas. Quizás porque el fútbol cambió y cada jugada pasó a analizarse en un marco de supereficiencia, como en la NBA. Por otra parte lo golpearon mucho menos. Fue protegido y por eso nunca sufrió una lesión como la de Maradona en el Barcelona.
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Cuando un ídolo propio muere, lo que revive en el cuadrilátero de la nostalgia es la infancia y la juventud. Por eso también , cuando un ídolo propio muere, observar a un niño es sumamente conmovedor. Es ver a alguien que va hacia el futuro sin esa muerte. En el camino, encontrará sus propios ídolos vivos. Pienso en mi hijo, para quien Maradona no significa nada.
6
Maradona después de su retiro enfrentó un primer final: ya sin vida creativa, se prestó a la publicidad política, a la contienda mediática y al carnaval de la farándula. Maradona vivió de su figura con la complicidad social, hasta que encontró de nuevo en el fútbol –en la dirección técnica- una salida transitoria para la reinvención. Pero para esa reinvención debía restablecer un vinculo horizontal con los otros, dejar de ser Dios, abandonar la celada que después de que le cortaron las piernas había sido cuidadosamente construido por distintos actores sociales. Más que reinventarse, debía renacer.
7
En el medio, después del retiro, habría que analizar qué hizo Maradona con su cuerpo . No en busca de la decadencia, sino siguiendo una mutación que el nombre propio no siguió. En los últimos veinte años, Maradona tuvo varias varias apariencias, varios rostros, varias descendencias, y sin embargo el significante siguió intacto. He aquí un problema, una resistencia, que es difícil que en una persona no genere vacío y más vacío. Tener que responder a ese significante sin ser ese Maradona, y sin poder ser a la vez otro hombre, o simplemente Diego, alguien más en el mundo.
Cuando la combinación de factores se daba, definía un partido. Y eso sucedía en algún momento de los 90 minutos en los que estaba en la cancha –casi nunca era reemplazado hasta el último minuto-. Tener a Maradona no significa solamente tener al mejor jugador del mundo, sino más bien tener un comodín infinito, vidas extra.
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Algún desarrollador tecnológico debería patentar una aplicación para hablar con Maradona en cualquier lugar a cualquier hora, una suerte de holograma privado, una app que mantenga viva la imagen del astro para que, por un lado, sus devotos puedan seguir reflejándose en su oráculo, y para que por otro lado en los argentinos mayores de cuarenta, digamos, nacidos antes del año 80, no sobrevenga una crisis de identidad. A partir de un algoritmo, imaginemos, un milenial crea una aplicación para mantener viva el alma de Maradona en el pueblo y por ende todo eso que cada invididuo vivió mientras Maradona se volvía Dios. Cada persona al despertar, entra a la aplicación y puede sentir que Maradona sin cuerpo lo interpela.
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Me viene a la memoria el apodo con el que mi abuelo, escéptico hincha de Racing, denostaba a Maradona frente a la televisión, durante el mundial del 86: “taponcito”. Afirmaba sin vacilar que Maradona era puro humo, que hacía espamento, que andaba por el suelo siempre llorando. “Un espamentoso ese gordito”. Yo, con once años, con la necesidad de un ídolo, me enojaba y trataba de demostrarle a mi abuelo que a Maradona no lo dejaban jugar, que le pegaban. Según mi abuelo, él no quería jugar, era ineficaz, prefería que le pegaran para tirarse y hacer tiempo. En la vereda opuesta, mi padre veneraba esa supuesta ineficacia y afirmaba que Maradona era el mejor jugador que había visto jugar en su vida: capaz de sacarse un jugador de encima en una baldosas y dar un pase aéreo de gol de 50 metros. Medían con distintas varas al mismo jugador: la eficacia versus la calidad. La calidad de Maradona sin duda nunca fue superada por Messi. Pero Messi, con los años, ganó eficacia, como si fuera un jugador destinado a satisfacer estadísticas. Quizás porque el fútbol cambió y cada jugada pasó a analizarse en un marco de supereficiencia, como en la NBA. Por otra parte lo golpearon mucho menos. Fue protegido y por eso nunca sufrió una lesión como la de Maradona en el Barcelona.
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Cuando un ídolo propio muere, lo que revive en el cuadrilátero de la nostalgia es la infancia y la juventud. Por eso también , cuando un ídolo propio muere, observar a un niño es sumamente conmovedor. Es ver a alguien que va hacia el futuro sin esa muerte. En el camino, encontrará sus propios ídolos vivos. Pienso en mi hijo, para quien Maradona no significa nada.
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Maradona después de su retiro enfrentó un primer final: ya sin vida creativa, se prestó a la publicidad política, a la contienda mediática y al carnaval de la farándula. Maradona vivió de su figura con la complicidad social, hasta que encontró de nuevo en el fútbol –en la dirección técnica- una salida transitoria para la reinvención. Pero para esa reinvención debía restablecer un vinculo horizontal con los otros, dejar de ser Dios, abandonar la celada que después de que le cortaron las piernas había sido cuidadosamente construido por distintos actores sociales. Más que reinventarse, debía renacer.
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En el medio, después del retiro, habría que analizar qué hizo Maradona con su cuerpo . No en busca de la decadencia, sino siguiendo una mutación que el nombre propio no siguió. En los últimos veinte años, Maradona tuvo varias varias apariencias, varios rostros, varias descendencias, y sin embargo el significante siguió intacto. He aquí un problema, una resistencia, que es difícil que en una persona no genere vacío y más vacío. Tener que responder a ese significante sin ser ese Maradona, y sin poder ser a la vez otro hombre, o simplemente Diego, alguien más en el mundo.