Otro día
Pasan los días y la cuarentena se vuelve una forma de vida impensada.
Hoy en Página 12 leí una entrevista a una bióloga uruguaya, Silvia Ribeiro, que
arriesga una Hipótesis verosímil, nada conspirativa, para explicar el origen
mutante y feroz de este Virus. El COVID19 es el resultado, en resumidas cuentas,
de lo que el hombre ha hecho con los animales, con la cría industrializada a
gran escala de cerdos y pollos y la modificación de los hábitats naturales de
las especies y la desforestación. Es el Virus que retorna de esta suerte de salvaje
omnisciencia humana. Si la tierra tuviera un genoma, podríamos decir que el
hombre ha terminado de romper la cadena en varios pedazos.
Me doy cuenta de que me acostumbré tanto a esta nueva rutina en el
aislamiento, que me parece normal no escribir al respecto. No escribo sobre mi
ropa, sobre el color de mis anteojos, por qué voy a decir que escribo por las tardes,
o que mientras Valentina ensaya a la mañana, con mi hijo Remo hacemos siempre
lo mismo. No por repetida esta rutina es monótona. Temprano, mientras preparo
el desayuno y Valentina todavía duerme, Remo juega con algunos animales a
través de los cuales recrea escenas del jardín de infantes -a esta altura
abolido- e introduce frases que escuchó alguna vez, en su prehistoria en Buenos
Aires. El juego es una cámara de resonancias que reúne frases de todos los
tiempos. “Te dije que no le pegaras. No se le pega a los amigos. Lucas
devolvele el juguete, devolvele el juguete. Ojo te vi bruja mala, portate bien
Víctor”. Una vez que está el desayuno,
casi siempre interrumpido porque mi hijo se pelea con alguna prenda de ropa que
le queda ligeramente torcida, itineramos
entre el comedor y su cuarto de juego, limpiamos la pelela, alimentamos a la
perra, y yo lucho por liberar la atención un minuto y hacerme café o ir al
baño. Mi desayuno suele componerse de las sobras de frutas y huevo que deja mi
hijo y panes milagrosos que encuentro en la mesada de la cocina.
Después de eso estamos listos para salir afuera a jugar al básquet
en un balde, o al fútbol en un arco hecho con troncos, o a una hamaca que hace
unos días logré colgar de la rama de un árbol y por momentos suple el espejismo
social que vivíamos en la plaza. Cerca de las once, cuando practicamos todos
los deportes posibles y avistamos todo tipo de aves, subimos al auto para hacer
las compras en el pueblo. Al principio dejaba a Remo en el auto dos minutos en
la sillita, ya que según las reglas de la cuarentena, las compras deben hacerse
de a uno. Alguna vez Remo se enchinchó y tuvimos que bajar los dos y ahí empezó
la mala cara de la gente, sobre todo de los comerciantes, que a mis espaldas
murmuraban “que no toque nada”, como si las góndolas en realidad fueran un
museo de virus. Pasados Sin embargo hubo un punto de inflexión: un día me
vieron entrar con esa hermosura de casi tres años y quince kilos colgando en la
mochila y se apiadaron. A partir de entonces pasé a ser el padre abnegado que protege
a su hijo de la amenaza y me reciben con los brazos abiertos. No sé si habré sentado tendencia, luego encontré otros
padres y madres que concurrían acompañados de sus hijos. Lo seguro es que
muchos, igual que yo, no tienen otra oportunidad de interrumpir la alienación de sus hijos, eligen que vean otras caras por unos minutos, para crear
un antes y un después, una temporalidad que en la reclusión social se aplana y se encarna
en la peor de las formas para un niño: el aburrimiento.
Hoy, después de más de quince días de cuarentena y de largas colas
de jubilados apelmazados en los bancos de las principales ciudades del país,
los comerciantes han dejado de lado las precauciones, ya no cuentan cuántas
personas entran al mismo tiempo en el lugar, ya no usan guantes de látex, y
constantemente están hablando por teléfono para que los proveedores no fallen. En el pueblo, casi todos los rubros parecen exceptuados de la cuarentena. Y el
que no está exceptuado, como la librería, abre igual con la aprobación popular: hay que comprar plasticola, lápices para los chicos confinados, cuadernos.
Antes, durante y después de las compras, con Remo escuchamos
música. Siempre cuando subimos me dice: los Beatles papá. No sé cuántas veces los habrá
escuchado. Probablemente cien. Al principio yo obedecía a su pedido, pero con
el tiempo me di cuenta de que para él los Beatles eran sinónimo de música. En
estos días hice varios descubrimientos de psicodelia norteamericana de fines de
los sesena y mientras volvemos haciendo tiempo y recorriendo caminos rurales
para ver vacas, caballos y ovejas, reproduzco alguno en el auto: The search
party –un gótico psicodélico tenebroso que no le gustó nada-, Stone Harbour
–cuyos temas más melódicos merecen su aprobación-, The amboy dukes –que tiene
una agradable reminiscencia de The byrds y The
Zombies pero que en cierto momento despertaron en él una demanda con
forma de queja: “no canta, que cante ya”.
Cuando al costado del camino vemos vacas, ovejas o caballos, nos
detenemos, y naturalmente cortamos la música, para iniciar una suerte de conexión
telepática con los animales. Se que no durarán cerca nuestro más de dos
minutos. Aunque no nos movamos, exudamos algo de la civilización apestada y siempre
se alejan en sentido opuesto. En esos dos minutos de gracia que nos dan, Remo baja
del auto, se presenta con la capa amarilla que Valentina le hizo, arranca un
poco de pasto y se acerca al alambrado a alimentar a los animales que todavía
no huyeron. Recién hoy la tentativa fue exitosa, porque aconsejados por
Valentina, en vez arrancar barbas insulsas de pasto, trajimos zanahorias. Todo
el recelo de los caballos se despejó. Uno, en particular, entró en confianza y
traspuso el alambrado con su hocico. Por fin el sueño de Remo de alimentar a los
animales del campo se vio concretado, aunque en el mismo momento en que el
caballo movió las fauces pastosas para darle un mordisco a la zanahoria, Remo la
arrojó y dijo: “Pero tiene dientes!!!”
Recuerdo ahora, mientras cae el sol, la entrevista a Silvia
Ribeiro. Vuelvo a pensar en la salvaje omnisciencia humana y de pronto noto que
algo sobrenatural de esta cuarentena es que esta zona específica de Lobos parece
a salvo de la crueldad del hombre.
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