En todo viaje, retrospectivamente, la forma que adopta el
insomnio y el modo en que uno batalla, pueden resultar recuerdos de guerra. La
resistencia al sueño que apareja el cambio drástico de huso horario,
predetermina la posibilidad de aclimatarse a un destino o entrar en una ciudad
por la puerta lateral del infierno. Los insomnios por jet lag son los únicos
insomnios inaprovechables. Ni siquiera las mentes más perversas del capitalismo
tardío consideran rentable este tipo de insomnio que nació con el avión. Las
víctimas del jet lag ni siquiera son clientes potenciales, y no hay industria
del entretenimiento ni producto capaz de naturalizarlo. El portador de jet lag
es un impenitente y se desplaza por la
realidad sin atravesarla, como un zombie. Apenas hay productos químicos que aplazan
el efecto del jet durante un día. En un organismo anárquico toda píldora tiene
efectos inesperados, y aunque uno induzca el sueño artificialmente durante ocho
horas, súbitamente, a mitad del día, el cuerpo se apaga.
Recuerdo haber entrado, literalmente, por la puerta lateral
del infierno a Bangkok. Nunca pude dejar atrás la experiencia pesadillesca que
me deparó esa ciudad. Estuve sin
conciliar el sueño durante varios días. Con píldoras de melatonina y tilo, dormía
una hora profunda y me despertaba como si hubiera dormido doce horas. Luego pasaba
largos ratos atontado escuchando una gotera o voces fantasmales de otros
cuartos que proyectaban en ese lugar una torre de babel asordinada. Cuando
finalmente lograba conciliar el sueño, entraba la luz del día, llegaban los
gritos, los bocinazos de la calle, se activaban aspiradoras en los pasillos y
el idioma comenzaba a tenderme trampas: mezclaba inglés con castellano. Al
mismo tiempo, después de una o dos horas, una voz interior me decía que debía
levantarme, salir, conocer la ciudad, cansarme, porque si dormía de día siestas
de una hora nunca normalizaría el sueño. Sin embargo, apenas pisaba la calle,
experimentaba una fotofobia paralizante. Trataba de comportarme como cualquier
individuo y desayunar. Volvía a la
habitación vencido por el cansancio, y a los diez minutos la misma voz interior
me recomendaba salir. Automáticamente me levantaba y a los ojos de los
consternados recepcionistas, atravesaba la puerta del hostel, me alejaba dos
cuadras, intentaba probar comida en un puesto callejero y como si la mezcla de
picante y sol me intoxicara, retornaba pero me tropezaba estruendosamente con todo
lo que se me cruzara, incluso con un perro durmiendo en el medio de la vereda.
Después de seis días de jet lag, la única alternativa
resultó dejar Bangkok con la sensación de no haber estado nunca ahí. La
presencia de surfers bronceados en un paraíso de consumo, no hacía más que
reforzar la sensación catastrófica de haber caído en el lugar equivocado. En
las agencias de turismo, estos mismos surfers dejaban sus pasaportes para que
les tramitaran visas a Vietnam o Camboya. Supuse que allí también consumidores
bronceados y musculosos contrastarían mi particularidad zombie. De modo que
elegí un destino de provincia. Tomé un tren hacia un pequeño pueblo y apenas me
alejé de la ciudad, un par de estudiantes tailandeses que estaban en el mismo
compartimento, empezaron a hablarme de Borges. Horas más tarde, en un lugar sin
atributos, recuperé la raíz del sueño y dejé pasar la oportunidad de huir.
* Columna publicada en Cultura Perfil el 9 de agosto de 2015
1 comentario:
Nunca pensé que podía divertirme tanto en un momento tan aburrido como esperar a que mi papá salga de votar . Gracias oli!!
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