martes, agosto 25, 2015

Mudanzas *


Mudarse supone algo sobrenatural. Un movimiento brusco parecido al de un viaje a extremo oriente, donde todo es nuevo y a la vez lo suficientemente propio para que la adaptación sea factible a largo plazo. Ahora, trasladando mis petates de una casa a otra, revivo travesías a extremo oriente. Viajes descomunales, de treinta y cinco horas, con dos o tres escalas que dejan la sensación de que uno podría vivir en tránsito, alimentándose de comida chatarra y vegetando en un asiento turista durante semanas. La sensación es semejante a la de un cambio de casa: un movimiento titánico que en cierto punto, al automatizarse, es infinito. Así como uno podría cambiar de avión y volar de un lado otro sin husos horarios, también podría mudarse indefinidamente, subir cajas, embalar libros, desarmar muebles, sacar tulipas de lámparas, acomodar cacharros de cocina en cajas obtenidas en un supermercado chino. Todo automatismo abre una brecha en la cual profesionalización e indolencia se cruzan, muchas veces en dosis desiguales. En la experiencia se ramifican infinitas profesiones no ejercidas -embalador, tasador de muebles antiguos, por ejemplo- y dilemas de toda clase: ¿mudar a la gata antes que a la perra o viceversa? ¿Reordenar la biblioteca y, en vez de seguir el patrón de los géneros, sucumbir a la higiene del orden alfabético?
Recuerdo que para mis dos estadías en Seúl, llegué con pocas pertenencias pero con la sensación de haberme mudado. En la valija llevaba algo de ropa y libros que suponía servirían de antídoto ante el entumecimiento gradual de la lengua materna. Ordené todo en una hora pero prevaleció la sensación de que, aunque hubiera desempacado, todavía no había obtenido mi derecho a desembarcar. La ciudad era una casa entera que proponía el desafío de ser habitada con pericia, bajo una cierta estrategia.
En mi primera visita a Seúl tal estrategia no existió. Había creído que era posible mudar en bloque a una ciudad laberíntica mis hábitos en Buenos Aires, pero no di con los puntos de referencia ideales –como una cinemateca, una cervecería con barra o una pileta de natación- para improvisar el traslado en bloque. Encontrar esos puntos y luego llegar a ellos desembocó en la práctica burocrática de tomar subtes repletos de oficinistas que volvían de una pesadilla, cruzar avenidas colosales para terminar demorando, entre un punto y otro, casi una hora. Sólo cuando decidí no salir a la ciudad y resistir cualquier tipo de compromiso impuesto por mis anfitriones, pude elaborar una rutina en base al ocio doméstico y escribir el único cuento que me deparó esa estancia estática en Seúl. Es que habitar una ciudad, como una casa, exige la invención de una rutina para esquivar las formas de la perplejidad. Y esa rutina, en general, está articulada con una cartografía indominable. Cultivar el ocio en un territorio mínimo es una buena estrategia frente a los movimientos colosales. En mi segunda estadía, como si todos los derechos de piso los hubiera pagado en la primera, encontré esos puntos de referencia enseguida e inventé un recorrido urbano inflexible, casi siempre ejecutado a pie, para poblar a la vuelta de cada trayecto el oasis seco del diario personal.   

* Columna publicada el 23 de agosto de 2015

1 comentario:

Clari dijo...

las mudanzas son cambios muy grandes y las deciciones siempre son por algo y hay que siempre estar positivo para que lleguen cosas nuevas.
cuando me separe, me saque un pasaje avion a chile, conoci gente muy divertida y me sacaron grandes sonrisas