Mudarse supone algo sobrenatural. Un movimiento brusco
parecido al de un viaje a extremo oriente, donde todo es nuevo y a la vez lo
suficientemente propio para que la adaptación sea factible a largo plazo.
Ahora, trasladando mis petates de una casa a otra, revivo travesías a extremo
oriente. Viajes descomunales, de treinta y cinco horas, con dos o tres escalas que
dejan la sensación de que uno podría vivir en tránsito, alimentándose de comida
chatarra y vegetando en un asiento turista durante semanas. La sensación es
semejante a la de un cambio de casa: un movimiento titánico que en cierto
punto, al automatizarse, es infinito. Así como uno podría cambiar de avión y
volar de un lado otro sin husos horarios, también podría mudarse indefinidamente,
subir cajas, embalar libros, desarmar muebles, sacar tulipas de lámparas,
acomodar cacharros de cocina en cajas obtenidas en un supermercado chino. Todo
automatismo abre una brecha en la cual profesionalización e indolencia se
cruzan, muchas veces en dosis desiguales. En la experiencia se ramifican
infinitas profesiones no ejercidas -embalador, tasador de muebles antiguos, por
ejemplo- y dilemas de toda clase: ¿mudar a la gata antes que a la perra o
viceversa? ¿Reordenar la biblioteca y, en vez de seguir el patrón de los
géneros, sucumbir a la higiene del orden alfabético?
Recuerdo que para mis dos estadías en Seúl, llegué con
pocas pertenencias pero con la sensación de haberme mudado. En la valija
llevaba algo de ropa y libros que suponía servirían de antídoto ante el
entumecimiento gradual de la lengua materna. Ordené todo en una hora pero
prevaleció la sensación de que, aunque hubiera desempacado, todavía no había obtenido
mi derecho a desembarcar. La ciudad era una casa entera que proponía el desafío
de ser habitada con pericia, bajo una cierta estrategia.
En mi primera visita a Seúl tal estrategia no existió.
Había creído que era posible mudar en bloque a una ciudad laberíntica mis
hábitos en Buenos Aires, pero no di con los puntos de referencia ideales –como
una cinemateca, una cervecería con barra o una pileta de natación- para
improvisar el traslado en bloque. Encontrar esos puntos y luego llegar a ellos desembocó
en la práctica burocrática de tomar subtes repletos de oficinistas que volvían
de una pesadilla, cruzar avenidas colosales para terminar demorando, entre un
punto y otro, casi una hora. Sólo cuando decidí no salir a la ciudad y resistir
cualquier tipo de compromiso impuesto por mis anfitriones, pude elaborar una
rutina en base al ocio doméstico y escribir el único cuento que me deparó esa
estancia estática en Seúl. Es que habitar una ciudad, como una casa, exige la
invención de una rutina para esquivar las formas de la perplejidad. Y esa
rutina, en general, está articulada con una cartografía indominable. Cultivar
el ocio en un territorio mínimo es una buena estrategia frente a los movimientos
colosales. En mi segunda estadía, como si todos los derechos de piso los
hubiera pagado en la primera, encontré esos puntos de referencia enseguida e
inventé un recorrido urbano inflexible, casi siempre ejecutado a pie, para poblar
a la vuelta de cada trayecto el oasis seco del diario personal.
* Columna publicada el 23 de agosto de 2015
1 comentario:
las mudanzas son cambios muy grandes y las deciciones siempre son por algo y hay que siempre estar positivo para que lleguen cosas nuevas.
cuando me separe, me saque un pasaje avion a chile, conoci gente muy divertida y me sacaron grandes sonrisas
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