Corría el año dos mil siete. Yo estaba en
Ciudad de México, en una residencia de escritores. Había un escritor al que
admiraba especialmente y al que contacté con anticipación porque lo imaginaba atareado
e inaccesible. Este escritor, Daniel Sada, simplemente me dijo que cuando
quisiera visitarlo lo llamara un rato antes. Esta informalidad me pareció más propia
de un escritor cubano. Luego entendí que la idiosincrasia del mexicano del
norte, a veces, va mancomunada con la del trópico. El desierto también concede
una relación con la abundancia. Había en Daniel Sada una celebración de la
amabilidad y la risa que se ve en La Habana y en otras pocas ciudades.
La casa quedaba en Colonia Condesa, en una
calle despoblada. Llegué a la tardecita y me fui a media noche. En el medio,
charlas con su mujer Adriana y su hija, la visita de sus talleristas y cervezas
a la medianoche en una cantina donde los escritores chilangos se juntaban a
beber y a traficar rumores. La cantina quedaba a cinco cuadras, pero Sada, calzado
en sus botas de frontera, prefirió ir en su “carro”, un Volkswagen reluciente que me llamó la atención porque por ese entonces
yo imaginaba que los escritores, si manejaban, tenían autos cochambrosos.
Presenciar uno de los talleres de Sada fue una
experiencia sobrenatural. Predicaba y aconsejaba un tipo de literatura que en
apariencia no encajaba con su propia escritura. Al tiempo comprendí que Sada se
consideraba más clásico que vanguardista, que su preocupación por el argumento,
el conflicto interno y la psicología de los personajes existía pero quedaba
eclipsada por su propio virtuosismo idiomático y su prosodia –alejandrinos,
endecasílabos y octosílabos dispuestos en prosa-, y que lo que había de barroco
en su escritura provenía de lecturas gongorinas de su infancia.
Viajar con Sada en la ruta fue otra experiencia
sobrenatural. Un amigo en común nos había invitado a presentar su primera
novela, gestada en los talleres que Sada daba en Puebla. Salimos un día de
semana a la mañana en el Volkswagen por el viaducto que atraviesa Ciudad de
México. Creo que nunca vi a alguien que manejara tan distraído y confiado en la
suficiencia de un auto. En cierto momento le pregunté si sabía cómo llegar y me
dijo que no, que “el carro” siempre lo llevaba. Todo indicaba que en vez de ir
a Puebla estábamos yendo a Zacatecas. Un trayecto que comúnmente podía demandar
cuatro horas insumió ocho. Sada, en ese lapso, volvió sobre sus asuntos de
frontera y sobre las miserias del mundo literario mexicano, todavía marcado por
Octavio Paz y por los oropeles de alta cultura que se habían encarnado primero
en Vuelta y luego en Letras Libres.
Una vez en el hotel, observé que del baúl del
auto Sada extraía una valija gigante. Le pregunté por qué traía tanta ropa si
planeábamos quedarnos un día. Riéndose, me contestó que adentro sólo había una
camisa y un pantalón. El temperamento de Sada era festivo y ajeno al cinismo. Tenía
algo tragicómico que se contagiaba al argumento de sus novelas. Un elemento
festivo y despreocupado que lo volvía enternecedor y excéntrico en el panorama grave
de los hombres de letras mexicanos.
En uno de sus últimos correos hablaba
de la ilusión de conocer Buenos Aires: “Todo esto hace chispear mi asombro: antes -cuando estaba más
bonito- a ninguna parte me invitaban, y ahora que estoy calvo quieren
moverme por doquier. En fin, ¿qué es lo que debo aprender?”
* Columna publicada el 24 de agosto, en el Suplemento Cultura de Perfil.