Después de varias consultas canceladas o directamente olvidadas, fui al oculista. La cosa, creo, me aterrorizaba mucho más que un quirófano. Temía que descubrieran una miopía enorme que explicaría y ridiculizaría mis capriccios fantásticos, o directamente cataratas que anticiparían postales futuristas de la ceguera.
Naturalmente, elegí en la cartilla de la obra social el ocul(t)ista que me quedaba más cerca. Don Antonio resultó ser un ocul(t)ista de barrio. Cuando llegué al edificio, ni siquiera necesité tocar el timbre. La puerta de calle estaba abierta. Avancé por un pasillo, subí un piso, donde otra puerta abierta y un nombre punteado en una placa de bronce señalaban la presencia del consultorio. Caminé por un pasillo desteñido por esa luz apergaminada que afinan ciertos cerramientos de chapa de otro tiempo. Me pareció que transitaba una casa abandonada. En una sala de espera había enormes sillones forrados en un cuarteado cuero negro, algunas revistas, una lámpara con la pantalla torcida, y cantidad de diplomas enmarcados. La poca luz provenía de una araña en el techo. Contra un fondo de paredes enchapadas, dos señoras de ruleros conversaban como si estuvieran en un patio.
- ¿Es acá el oculista? -pregunté.
- Sí, siéntese, buen mozo...
Hice que caso omiso. Me sorprendió que no hubiera un secretaria/o que me tomara los datos y corroborara mi identidad. Supuse que el médico mismo cumplía una doble función. Miré hacia un costado y noté que el ambiente estaba dividido por un panel de madera. Poco más que un biombo. Llegaban murmullos desde el otro lado. Una mujer, que por el grano de la voz debía ser igual que mis dos contertulias, se quejaba de que le salían verrugas en todo el cuerpo, a veces "con forma de serpiente". Don Antonio en cuestión intentaba consolarla y le decía que extirpar verrugas de los párpados no ponía en riesgo los ojos y que se quedara tranquila. Así estuvieron un rato, lidiando sobre los riesgos; la señora aprovechaba cualquier pausa del doctor para desplegar una taxonomía fantástica entorno a las verrugas que la invadían. En el medio, un muchacho, que seguro era el nieto del oculista, me preguntó si estaba esperando, corroboró mi nombre, y me guió hacia la oficina, un cuartucho que quedaba en la otra punta de la casa y que yo había visto al entrar y había considerado, por la luz de tubo y las paredes verde agua, un cuarto de herramientas. El chico estaba visiblemente boleado. "¿Primera vez?". Asentí y él tomó una planilla en la que inscribió mi nombre y me hizo firmar.
De vuelta a la sala de espera, presencié la salida de la señora de las verrugas. Saludó efusivamente a las dos damas que hacían tiempo en lo del oculista así como otras vecinas lo hacen en un almacén o en la peluquería.
- ¡Oliveiro, qué espera, adelante! -pronunció Don Antonio abriendo una inverosímil puertita del panel de madera y agitando un brazo.
Me levanté. Preferí no corregir mi nombre. Los médicos siempre humillan alterando una letra orgánica en el paciente. Poco después, un hombre sencillo y en delantal, alguien que no presentaba en la apariencia las marcas perversas que dejan ciertas prácticas médicas, me sometió a una serie de pruebas en dos sofisticados aparatos que contrastaban con la atmósfera anacrónica del lugar. Sacó conclusiones rápidas y felices, y cuando yo le di a inspeccionar los lentes que años atrás me habían recetado para ir al cine y manejar, rumió:
- Oliveiro, mis anteojos van a ser mejores que estos que usted tiene. Necesita un poco más de aumento.
- ¿Pero qué tengo, doctor?
- Ah, no sabe qué tiene... ¿Y estos anteojos? Seguro que cuando se los recetaron no le dijeron lo qué tenía, así son los médicos -y celoso sentenció-: unos zorros... No le dicen para que usted vuelva a los dos meses.
- Puede ser... En realidad creo que me acuerdo... Astigmatismo.
- ¡Muy bien! -dio un saltito en el lugar-... Un poco de astigmatismo y otro poco de miopía. Una de cal y una de arena. No es nada.
- Entonces por fin voy a usar lentes fijos... para ver de lejos, digo... Me pasan cosas raras en la calle por no ver.
- Nada de eso querido, no los necesita, no... El aumento es común. En la calle arrégleselas sin lentes.
Me hizo probar un armazón al que sumó dos lentes. Miré por la ventana. La realidad era otra, en efecto, demasiado geométrica; pensé que quizás me conviniera permanecer en mi accidentado mundo de tinieblas.
- ¿Qué tal? Ve... No cambia mucho... Úselos para ver tele, para manejar, para la computadora.
- Pero entonces voy a seguir sin ver el número de los colectivos, el nombre y las alturas de las calles, los pozos en la vereda.
- Y pregunte, querido Oliveiro, qué problema hay, pregunte... Que nombre extraño que tiene... Bueno, vaya, no se preocupe, si un almita le gusta la va a ver de lejos, con o sin anteojos -y me extendió unos recetas garabateados con fórmulas incomprensibles.
2 comentarios:
yo me di cuenta q no veía nada cuando iba a la cancha y ya no veía los números de las camisetas y no reconocía a los jugadores, mis compañeros de tablón, hartos de mis preguntas, me mandaron al oculista
buen post
salu2
yo la verdad que no veo un carajo desde toda la vida, y le juro que se lo asqueroso que puede ser ir a un oculista. Aunque el suyo me ha parecido bastante simpático, asi que a lo mejor le pido los datos, si a ud. no le molesta, desde luego.
Saludos y muy buen blog y post
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