El misterio de Benarés se asemeja, en intensidad, al de algunas calles espiraladas de Estambul. Pensandolo bien, Estambul es Benarés duplicada. Como en toda duplicación, hay un derrame, y se pierde algo: tensión. Benarés es una cornisa repleta de signos a punto de quebrarse y ceder memoria. Una ciudad antiquísima cuyos tesoros nauseabundos pueden ser saqueados por cualquiera -ahora o en el futuro, como parte del pasado- excepto por esos occidentales que tomaron la vía mística y andan por el labertinto de callejuelas disfrazados de indios . Estambul es un ciudad férrea, impenetrable en su idioma y en su gente. Pero sólo porque el Bósforo tiene dos orillas y los muertos están redimidos -y ocultos- en la potencia del Islam.
Del otro lado de Benarés, en la segunda orilla que no debe ser llamada la otra orilla, crece un desierto: el de los muertos, las almas en pena . Los oigo por la noche, cuando vuelvo de jugar al ajedrez con Nicolás, un amigo francés al que conocí en La Paz y al que me encontré acá de casualidad, el primer día, mientras desayunaba idlis en una tienda ignota de este enorme laberinto. Podrían ser ser niños, leprosos, sadhus que no fueron cremados porque se purificaron en vida y buscan la salida al desierto real. Pero sé que el murmullo proviene de los animales que descansan en la oscuridad.
En el Ganges, la única orilla es la de la muerte, la orilla inahabitada. La orilla inhibida. Después de unos días de contacto con el humo de huesos y la mierda de búfalo acumulada en cada Ghat y en cada pasaje, uno se siente en el paraiso, y la angustia de la mortalidad parece sólo un defecto de los que creen.
1 comentario:
Che, que bueno está esto. No estuve nunca pero después de leerlo, no me caben dudas que es así.
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