Otro día
A falta de rutinas nuevas, abandoné este
diario y me dediqué a fotografiar las anomalías rurales -las paradojas de su paisaje, árboles fálicos, rincones de chatarra, lagunas que sin el hombre son oasis-. No obstante, sigo a la
distancia todo lo que sucede en Buenos Aires. Solo que desde Lobos,
pareciera estar en otro país, la cuarentena creo microespacios divisibles a su vez en microespacios que terminan en un premisa: la única patria segura ahora es el hogar. En Lobos el asilamiento obligatorio es un rumor que algunos
aprehenden e imitan, y que otros sutilmente parodian. Es como
si en el pueblo no hubieran cambiado los modos de socialización y se viviera un simulacro de cuarentena. En el fondo de las casas se teje otra versión del aislamiento. Para los parroquianos lo importante en verdad no es el aislamiento personal, si no el aislamiento colectivo. Todos parecen atentos a que no entre nadie de afuera. Una vez, por
alguna razón, se coló en Salvador María un auto que nadie conocía. La memoria
de los comerciantes es infalible acá. “Ese auto no es de acá. No sé como lo dejaron pasar. Si alguien baja y pregunta
dónde hay una carnicería, esa persona no es de acá, hay que denunciarla”.
El principal suceso de estos días es la
tentativa fracasada del gobierno de Rodríguez Larreta de discriminar a la población
de riesgo –o mejor dicho, la población deficitaria para el neoliberalismo- y ahogarla
en prohibiciones y trámites para controlar su circulación y quizás aniquilarla espiritualmente: un atentado a la
poca libertad que les restaba a los ancianos.
Las noticias que llegan de Buenos Aires
por momentos son alentantadoras –ya hay gente, con sus correspondientes
barbijos, que puede retomar sus quehaceres- y por momentos
desalentadoras –la proliferación de gente aceleró brotes de odio y paranoia-. El cocktail de miedo y paranoia, para el
argentino medio, vuelve sospechosos a toda los que circulan sin una razón comprobable
a primera vista -y genera en la vida acuaretenada una nueva expectativa, un
nuevo horizonte cotidiano: la denuncia. Agarrar in fraganti al infractor y
entregarlo a las fauces de la ley.
Imagino que los barrios, en especial
Boedo, deben tener una vida de feriado, ese tipo de vitalidad ambigua, y a la hora de las compras deben formarse tumultos de gente, colas infames que remiten al pasado, todo tipo de obstáculos para sobrevivir en la cadena
de trámites burocráticos cotidianos: pagar cuentas, comprar alimento, sacar al perro. Rutas imposibles frente al totalitarismo de la pandemia. Ayer leí una nota cómica de Vargas Llosa, donde no perdía oportunidad de rotular a gobiernos como el de Argentina y España de autoritarios por las medidas de control que habían tomado. Desnaturalizaba causas, traspapelaba hechos, metía en la sopa su condimento predilecto: el populismo. Pero en la cocción los argumentos se evaporaban y quedaba un concentrado demagógico con gusto a nada. Se veían a la legua las hilachas de los argumentos de Don Mario. Sobre todo porque regimenes neoliberales que se vieron obligados a tomar las mismas medidas, ni siquiera eran considerados en la nota. La pandemia en definitiva inoculó un tipo de autoritarismo que no proviene del discurso político estrictamente tal como la conocemos, sino de la ciencia y los medios -agentes del miedo-. La ciencia médica, como recurso humano último para frenar al coronavirus, ahora reduce la política al sanitarismo.
Los que se llevan la parte en esta
cuarentena, naturalmente, son los niños. Jamás se contempló el daño que podía
generar una interrupción tajante en la sociabilidad y los centenares de horas de
encierro, frente a pantallas adictivas y paredes que de pronto empiezan a hablar y
muñecos que se animan y susurran cosas. Si el estado natural de la infancia es el encantamiento,
ese mundo encantado, entre cuatro
paredes, termina siendo un universo de pesadillas, anquilosamiento e histeria, que a la vez
monstruifica a padres agotados. Emergeremos de esta cuarentena con treinta años más, desorbitados, listos para sumarnos a los grupos de riesgo en la próxima pandemia.
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