Con el paso de los años, la idea de que un circo amenizara
las vacaciones fue desvaneciéndose. La imagen de circo como grupo o compañía
pasó a ser menos verosímil que en mi infancia. A lo largo de los años, el circo
fue apareciendo en partes pero no como unidad: clowns en veredas, aprendices de
contact y malabaristas en esquinas ofreciendo números relámpago para un público
tan pequeño como fugaz.
En mi cabeza, las compañías de circo, como ciertas especies
de osos, se habían extinguido y respondían a un prototipo clásico disuelto por
la buena conciencia de la época: payasos, domadores, fieras somnolientas,
elefantes maltratados, enanos tristes y entrados en edad. Es decir, el circo,
por fuera de las maravillas del internacional Cirque du Soleil, se me
representaba como un anacronismo estigmatizado: una colección de freaks que no
habrían podido sobrevivir en otro ámbito y se desplazaban de ciudad en ciudad
en una caravana de trailers, que a su vez formaban una especie de nave de los
locos. Las dos temporadas de la serie Carnival alentaron sin duda esa fijación
errónea.
Recientemente, en Piriápolis y Punta Negra, Uruguay, logré
entender las cualidades absolutas del circo contemporáneo: arte de artes que incorpora
todas las disciplinas, desde el teatro a la danza, y enfatiza cualquier representación sin simplificarla; personajes
que ridiculizan estereotipos, como en el burlesque, y reinventan la actuación a
través de la destreza. En algún punto, el circo es omnipotente en su modestia
rabelaisiana. Es un arte construido sobre la verdad del pueblo –o sobre la
verdad de la mirada popular-. Por eso, desde sus orígenes, genera en principio dos
reacciones feroces: risa y asombro.
Tal vez en ningún otro lado del mundo una carpa, donada por
una compañía de circo francesa que se unió a una uruguaya formando el circo
Tranzat, se habría transformado en una síntesis natural de la libertad creativa
que ya existía en la zona. En Punta Negra, desde hace años, se formó un polo
circense. La carpa que se montó en el castillo de Piria –entre suaves colinas,
donde el fundador de Piriápolis decidió vivir- venía viajando desde La Pedrera
después de sobrevivir a la burocracia aduanera en el puerto de Montevideo, y fue
el escenario para esa suma de talento arraigado en una extraña área de la costa
uruguaya en la que los cerros se acercan al mar.
Observar el bienestar que en el público producían las noches
de circo, me remontó a mi pequeña prehistoria: las noches de cine que
desaparecieron paulatinamente hasta transformarse en noches sedentarias de
Pirate bay o Netflix. Ahora, mientras escribo, me doy cuenta de que ir al cine,
salvo cuando se trata de festivales, se ha transformado en algo tan inusual
como ir al circo. No puedo evitar preguntarme si se trata de una degradación
natural que afecta al resto de mis contemporáneos y si, por ende, es un síntoma
de mi proximidad con los cuarenta. Durante años mantuve la costumbre de ver
películas en salas. Escapaba del sedentarismo cualquier día –aunque
especialmente los domingos- a ver ciclos de la Lugones con una curiosidad que
se fue apagando. Experimentaba el mismo éxtasis que en una noche de circo: lo
fenoménico e irrepetible al alcance de la mano, rodeado de endebles
desconocidos.
- Columna publicada el 8 de febrero, en Cultura Perfil.
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