Siempre pensé que Egipto, en apariencia el más progresista de los
países árabes, era una excepción en el mundo islámico en cuanto a libertades
civiles, pero cuando hace unos meses estuvimos por ahí con mi mujer, nos
topamos con un ecosistema cultural estricto. Las mujeres, sea cual fuera su
edad, atravesaban la vida cotidiana como fantasmas. Hacían todo para pasar
desapercibidas. La mayoría arrastraba su propia feminidad clandestinamente. No
opinaban, y menos sobre tabúes culturales, algo que sí hizo Valentina durante
nuestra estadía en Marsa Allam, un centro de buceo a orillas del Mar Rojo.
Ahí conocimos a Hosam. Para Hosam hablar con una mujer, atender a sus
opiniones, resultó una experiencia inusual. Más cuando su vida consistía en una
larga espera –y un duro ahorro teñido de privaciones- para poder esposar a una
mujer que ni siquiera conocía. Una vez que la mujer era esposada, nos explicó, pertenecía
al hombre que había pagado por ella a través de una dote. Aunque le parecía tortuoso,
consideraba que su familia y Alá lo querían así.
En esas zonas turísticas los egipcios, montados en una lascivia
fraterna frente a mujeres occidentales, experimentaban cabalmente la tensión
entre la mujer sumisa y la insumisa y no salían del todo ilesos, aunque para
reconvenirse tenían al alcance de la mano las cinco oraciones diarias que tornan
omnipresente a Alá.
Tal vez Hosam, en ese diálogo frontal, se haya dado cuenta de algo
que nosotros sospechamos tarde: que un hombre, si tuviera la posibilidad de
decidir y no someterse a una religión que importa preceptos culturales patriarcales,
podría optar por el Islam, pero ninguna mujer, teniendo la posibilidad de
decidir, lo elegiría. Convertirse al Islam, para un hombre, no depara en
apariencia desventajas, y en última instancia compensa con misticismo activo
libertades perdidas a manos de exigencias religiosas.
Hoy, más que nunca, es obvio que el mundo musulmán no sabe qué
hacer con la mujer. Representa una bomba de tiempo. El Islam funciona con
autonomía en una sociedad patriarcal y restrictiva. Pero si la mujer tiene un
mínimo de libertad y los hombres, en general, libre albedrío, sus pilares
tiemblan. Es el gran problema y el desafío musulmán de nuestra época en
occidente: la libertad del otro. No se representa como un problema todavía en
el mundo árabe porque la ley muchas veces coincide con los preceptos religiosos
y existe un estado de sumisión a través del par tradición/terror que el mundo
cristiano atravesó en sus épocas más oscuras. A nadie se le escapa que con la globalización
lo que antes era entrega ritual o tradición, ahora es sumisión consciente e
indeseado.
En otro viajes, en distintos puntos de Europa, me topé con mujeres
árabes que tenían conciencia de sus derechos, pero en su tierra no los podían ejercer,
no por falta de voluntad, sino porque la ley no era igualitaria ante la mujer.
Lo siguiente va a sonar reduccionista -pero los límites espaciales del
periodismo llevan a esto-: la mujer es el eslabón más bajo en una sociedad con dos
castas, la masculina y la femenina. Así como en la India, aún hoy, la casta en
la que uno nace predetermina un tipo de vida, un karma y un oficio, el género
en los países del mundo árabe también predetermina un destino, o la anulación
de un destino personal para entrar en una especie de servidumbre institucional.
- Columna publicada el 24 de enero, en Cultura Perfil.
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