Juegos de palabras inimitables, aliteraciones, coloquialismos, desenfrenado humor y exorcismos de figuras femeninas que proyectan, como espejismos, más de lo que contienen, caracterizan novelas inclasificables como Tres tristes tigres y La Habana para un infante difunto. De modos distintos, ambas exploran el espíritu coloquial de una ciudad laberíntica y carnal.
La primera, quizás su obra maestra, funda un cosmos plagado de citas y diálogos. Gracias a improvisaciones y a variaciones sobre un mismo tema, apelando a un allegro furioso que en la música afrocubana o en la poesía de Nicolás Guillén son marcos para retratos sociales o evocaciones, las voces de tres amigos -el escritor Silvestre, Arsenio Cué, Codac- se alternan en una narración que pronto encuentra un cauce experimental originalísimo. Lo que al principio parece aliteración fonética y novela sin método luego se revela como un juego sensual de lenguas grabadas en la atmósfera habanera de la época. Corroídos por las punciones noche o por el talento -la inolvidable cantante de Ella cantaba boleros, por ejemplo, que protagoniza una de los capítulos centrales de la novela-, los personajes y las divas -en la literatura de Cabrera Infante toda mujer esconde una estrella en bancarrota- brillan bajo el peso de un mito tropical y urbano, cinematográfico y musical a la vez. Todos transitan la larga noche habanera, y celebran la amistad en memorables conversaciones que apuntalan el rumbo sinuoso de la novela.
La Habana para un infante difunto presenta un desarrollo reflexivo, moroso e intimista. Está repleta de aventuras eróticas juveniles, de mujeres que son retratos vivos y hombres que son máquinas de prologar e incorporar la feminidad. Cada frase imbrica un laberinto retórico que recuerda algunas construcciones barrocas de Lezama Lima, pero mucho menos hermética que la prosa de éste, la de Cabrera acá es una evocación cargada de matices autobiográficos. La novela puede leerse como un testamento nostálgico acerca de los ritos de iniciación. Las historias se superponen ahí donde Cabrera Infante celebra un erotismo que parece un resto ornamental de la memoria, de la ciudad como campo magnético de las pasiones y, en última instancia, de un modo de vida perdido. Hollywood como superficie plana y La Habana como topografía evolucionando en la naturaleza aislada de los deseos son, en resumidas cuentas, las coordenadas tangibles de la novela.
* Perfil, Suplemento Cultura 19-02
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