"Los enanos también nacieron pequeños" es una de mis películas favoritas. Después de verla decidí que aceptaría, si se dan las circunstancias, tener un hijo enano y sumirme en un mundo maníaco, un mundo desasido de la literatura -o asido ferreamente a su entraña monstruosa-, en el que los insectos son titiriteros.
Es que las criaturas de Herzog, son, como glosa esta totalizadora nota de Pauls, "monomaníacas, sabuesos insolados, titanes majestuosos y payasescos capaces de extenuar el mundo con tal de consumar los designios más oscuros o los sueños de grandeza más sublimes."
Todos respiramos el hedor de esos sabuesos alguna vez en la vida; nos preguntamos si la historia humana no será una cadena de reacciones absurdas ante ese olor que el conquistador, el extranjero o el peregrino transportan, como Ulises, en la mirada. Entonces descomprimimos una pasión maniaca que parece venir del fondo de la historia y que el artista, de una manera u otra, para salvarse de sí, repele hacia el exterior de un mundo imaginario. Por suerte Herzog, ese martir del cine contemporáneo, no se ha salvado de ser Herzog, no ha encontrado una orilla escarpada para el descanso, no ha curado la pureza del megalómano ni siquiera envejeciendo, y ha documentado los cuadros de un universo que, de tan personal y repleto, congela el perjuicio del tiempo: lo devuele a un cauce inmóvil en que el hombre, aplanado por naturalezas animistas, todavía repara su propia contingencia.
1 comentario:
Buenísimo. Hasta donde puedo saber, esto es lo más inteligente que ha dicho sobre la relación entre arte y manía, arte y narcisismo.
¡Iluminador! (para filmar siempre hace falta al menos uno...)
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