Hace unos días vi Géminis, la última película de Albertina Carri. Al preciosismo viscontiano resaltado por críticos un poco vagonetas, yo le agregaría cierto modo destructor de enfocar a la alta burguesía; un modo que encontraría simetrías con
casos del cine francés más o menos contemporáneo. Ésta visión cínica -el cinismo residiría en sincretizar hábitos de otra clase social sin abandonar los códigos de la propia- la acercaría más a Chabrol y a Francois Ozon que a Lucrecia Martel... Incluso la suave tirantez de la cámara revela una visión de la alta burguesía en contrapicado: ahí, oculto como un tesoro en cada travelling, estaría en acto o desnudo el código de la clase media que puede llegar a incomodar a espectadores o a críticos al situarlos del lado del que filma -por debajo de la narración- y no del lado de la historia.
Es que Géminis está filmada desde un código -y por eso no conviene meter a Visconti en el medio- equivalente al de La celebración de Lars Von Trier: no es en lo visible, si no en la plenitud de lo invisible, en lo que ocurre fuera de campo -por ejemplo, el incesto que cuando empieza la película ya está en ciernes- y en los trucos del guión (la telenovela protagonizada por Couceyro es casi un recurso shakespeareano), donde el espectador se hace presente, invade una realidad ajena y espía el infierno tan temido.
Ese infierno no es tanto la historia de un incesto como la descomposición de una alta burguesía hundida en su propia farsa, en su propia
religiosidad pagana. Cada personaje es sintético, quiero decir,
es lo que es en relación a un adentro que no recibe ya mundos exteriores, y si los recibe los tracciona, los saca de sí automáticamente -algo así ocurre cuando aparecen sirvientes o peones-. Estas existencias sintéticas, al carecer de un exterior, pierden respaldo ético: existen pero no son; como los fantasmas, anhelan el ser pero desde ese hueco interior sólo pueden penar su drama. Al glosarlo en celebraciones, los personajes aumentan la farsa y preparan sin quererlo la flor del mal.
Silencios pesados, individuos huecos que se acorazan en la celebración y por momentos completan la fachada de una clase social que necesita hablar de sí porque ha perdido objetos y referencias nombrables -ha perdido su temporalidad-,van condensándose poco a poco. Recién entonces, en la condensación de esa forma o proceso agobiante que podríamos llamar
inconciencia de clase, entendemos: la interioridad vacía (ese vacío sólo puede ser llenado por una ética que la clase media trafica, transforma y niega a quien no ofrezca a cambio valores orgánicos) deja fuera de la familia, en un punto de equilibrio y autonomía que siempre podremos denominar "el mal", a dos jóvenes hermanos que no tienen mejor opción que amarse para hacer equilibrio en el límite del mundo... Implícitamente ellos delatan
la (mala) inconciencia de una clase alta. Con esa inconciencia, cara a cara, se encuentra la madre. Su grito es un grito ante el mal endémico: el incesto está en la base de la pirámide de contravalores de las clases altas, pero no es la cláusula de prohibición, la letra que rige a la familia tipo. El grito, que primero se ve y segundos después se oye como si la voz humana invirtiera por fin el vacío y el cuerpo
retomara sus órganos, devuelve a la madre a lo humano, la rescata de su inconciencia y de su clase, le resta todos los códigos, y la arroja a un discurso que es el negativo de todos los otros: la locura.
Ahora bien, qué hace el espectador de sí, ante una locura tan potente. Darle sentido al drama es la responsabilidad ética por excelencia -en occidente al menos-, pero inclinarse por el desentendimiento o la irritación es el pathos moral artentino, la opción más cómoda -la opción Carnevale-, y también la más acorde a los tiempos aniÑados que corren. La tercer opción, creo, consiste en releer con paciencia lo quebrado en el film, especular y enhebrar dos fluidos, el visual y el sonoro, para ser simultáneo a la narración, devolver los fragmentos a su imán para que el todo sea otro, más complejo, más absurdo, más pensante o crítico respecto a nuestro ordenamiento cristiano/capitalista, y no quedar así por debajo, en el nivel de la autoconciencia burguesa...
El trabajo con el sonido -esos gemidos que parecen venir del interior de cada protagonista, tal como si lo incestuoso fuera una proyección fantasmal de la familia, una moral restallada que se cumple primero como alucinación y luego como indicio- resultaba de lo más original en el cine argentino. El defasaje de sonido e imagen, que anticipa el grito durante todo el film, representa a la familia como lo que es: una institución que altera "en su excelencia" el origen de "las voces propias" y sostiene la estafa de lo simbólico. En fin, el sonido opera como el reverso de lo visual, y en ese sentido hay dos películas superpuestas: una que avanza sincrónicamente y otra que vuelve y acontece como la bomba regresiva o diacrónica de una hermandad llevada al límite de un mundo autosuficiente.
Leí algunas críticas en los diarios y me pareció que no hablaban de la misma película, o mejor dicho, hablaban de una única película lineal que abordaba la "temática" del incesto. No es así. Géminis más bien transita los caminos desiertos de una sociedad que, opuesta a lo social, se desbarranca. En la caída, dos hermanos se topan con el recurso que los acerca pasajeramente a la ilusión de ser máquinas deseantes... en mundos muertos.