domingo, agosto 03, 2014

Minuto final *

Algunos lugares terminan siendo en el recuerdo ciudades en las que sucedieron partidos de fútbol que a la vez ocurrieron en otro lugar. Zonas de extranjeridad excepcionales. El actual mundial me remonta al mundial del noventa y ocho. Por entonces yo deambulaba sin demasiados planes. El mundial que estaba por empezar en Francia abrió un viaje dentro del viaje. A la vez, el único país que evitaba pisar era Francia. Imaginaba precios exorbitantes y hordas de fanáticos.
Recuerdo que la selección dirigida por Passarella debutó uno a cero contra Japón en un partido mezquino. Una semana después del debut, la misma selección sobrevalorada goleó a Jamaica. Miré el partido solo, en la recepción de un hostel en Lisboa, y por un momento fui optimista. Poco después conocí a un canadiense y a un brasileño de origen taiwanés que no compartían mi optimismo. En verdad el canadiense no apreciaba el fútbol, pero parecía deleitarse observando las pasiones que desataba.
Nos vimos envueltos en una celebración callejera. Los portugueses se preparaban para ver un partido de Brasil. Debían ser portugueses decepcionados de su propia selección, que no había superado las eliminatorias. El brasileño tenía también la sensación de que un accidente –el espectáculo mundialista- había alterado su viaje iniciático y cada día estaba signado por la inminencia de un acontecimiento –el fútbol-. Esa noche, como si nos conociéramos desde mucho antes, decidimos unificar rumbos, ir hacia el Algarbe, cruzar a Andalucía y tomar en Algeciras un ferry hacia Marruecos.
El tercer partido de Argentina arrancó apenas pisamos Tánger. Cruzando el puerto había un bar viejo donde a nadie parecía interesarle el fútbol. Pasaban el partido en un televisor minúsculo y con interferencias. Se me volvió difícil apreciar si la selección, contra Croacia, jugaba bien o no. Pero en ese lapso, mientras permanecía hipnotizado frente al televisor, el canadiense experimentó todo tipo de visiones sobre esa ciudad borroughsiana que Paul Bowles, como un satélite fuera de órbita, todavía habitaba: nos seguían mendigos y contrabandistas nos ofrecían todo tipo de baratijas y servicios. Decidió que debíamos irnos. Tánger estaba abarrotada como una ciudad de la India. No era el puerto exquisito que había empalmado lo mejor de dos mundos bajo el signo de la bohemia y el exotismo. Ahora, pasada de moda, parecía reunir los restos de ambos mundos.
Esa misma noche tomamos un tren nocturno hacia Fez. En esa ciudad noble, repleta de mercados, vimos en un bar Argentina contra Inglaterra. El lugar estaba repleto de hombres que no bebían pero fumaban sin parar y alentaban a la selección inglesa. Cuando supieron que había un argentino, en una demostración de volatilidad colectiva sorprendente, cambiaron de equipo, y en la definición por penales gritaron cada uno de los goles argentinos.
En Marraquesh, unos días más tarde, terminó el viaje dentro del viaje. La cercanía del desierto segregaba en la ciudad más bella del Magreb un calor inhumano. A las diez de la mañana uno ya estaba al borde de la deshidratación. A la tarde empezó el fatídico partido de Argentina contra Holanda. Después de la expulsión de Ortega y de apostar a un golpe de suerte, la selección cayó a un minuto final por un gol de Bergkamp. Yo decidí que el único modo de superar la decepción era estar solo y dejé atrás esa tierra de sol intratable y de amigos que de pronto se volvieron parte del pasado instantáneo que nace con toda derrota.


* Columna publicada en Perfil Cultura, el 13 de julio de 2014. 

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