Algunos lugares terminan siendo en el recuerdo
ciudades en las que sucedieron partidos de fútbol que a la vez ocurrieron en
otro lugar. Zonas de extranjeridad excepcionales. El actual mundial me remonta
al mundial del noventa y ocho. Por entonces yo deambulaba sin demasiados
planes. El mundial que estaba por empezar en Francia abrió un viaje dentro del
viaje. A la vez, el único país que evitaba pisar era Francia. Imaginaba precios
exorbitantes y hordas de fanáticos.
Recuerdo que la selección dirigida por Passarella
debutó uno a cero contra Japón en un partido mezquino. Una semana después del
debut, la misma selección sobrevalorada goleó a Jamaica. Miré el partido solo,
en la recepción de un hostel en Lisboa, y por un momento fui optimista. Poco
después conocí a un canadiense y a un brasileño de origen taiwanés que no
compartían mi optimismo. En verdad el canadiense no apreciaba el fútbol, pero
parecía deleitarse observando las pasiones que desataba.
Nos vimos envueltos en una celebración
callejera. Los portugueses se preparaban para ver un partido de Brasil. Debían
ser portugueses decepcionados de su propia selección, que no había superado las
eliminatorias. El brasileño tenía también la sensación de que un accidente –el
espectáculo mundialista- había alterado su viaje iniciático y cada día estaba
signado por la inminencia de un acontecimiento –el fútbol-. Esa noche, como si
nos conociéramos desde mucho antes, decidimos unificar rumbos, ir hacia el
Algarbe, cruzar a Andalucía y tomar en Algeciras un ferry hacia Marruecos.
El tercer partido de Argentina arrancó apenas
pisamos Tánger. Cruzando el puerto había un bar viejo donde a nadie parecía
interesarle el fútbol. Pasaban el partido en un televisor minúsculo y con
interferencias. Se me volvió difícil apreciar si la selección, contra Croacia,
jugaba bien o no. Pero en ese lapso, mientras permanecía hipnotizado frente al
televisor, el canadiense experimentó todo tipo de visiones sobre esa ciudad
borroughsiana que Paul Bowles, como un satélite fuera de órbita, todavía
habitaba: nos seguían mendigos y contrabandistas nos ofrecían todo tipo de
baratijas y servicios. Decidió que debíamos irnos. Tánger estaba abarrotada
como una ciudad de la India.
No era el puerto exquisito que había empalmado lo mejor de
dos mundos bajo el signo de la bohemia y el exotismo. Ahora, pasada de moda,
parecía reunir los restos de ambos mundos.
Esa misma noche tomamos un tren nocturno hacia
Fez. En esa ciudad noble, repleta de mercados, vimos en un bar Argentina contra
Inglaterra. El lugar estaba repleto de hombres que no bebían pero fumaban sin
parar y alentaban a la selección inglesa. Cuando supieron que había un
argentino, en una demostración de volatilidad colectiva sorprendente, cambiaron
de equipo, y en la definición por penales gritaron cada uno de los goles
argentinos.
En Marraquesh, unos días más tarde, terminó el
viaje dentro del viaje. La cercanía del desierto segregaba en la ciudad más
bella del Magreb un calor inhumano. A las diez de la mañana uno ya estaba al
borde de la deshidratación. A la tarde empezó el fatídico partido de Argentina
contra Holanda. Después de la expulsión de Ortega y de apostar a un golpe de
suerte, la selección cayó a un minuto final por un gol de Bergkamp. Yo decidí
que el único modo de superar la decepción era estar solo y dejé atrás esa
tierra de sol intratable y de amigos que de pronto se volvieron parte del
pasado instantáneo que nace con toda derrota.
* Columna publicada en Perfil Cultura, el 13 de julio de 2014.
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