jueves, agosto 28, 2014

El corazón del imperio *


Hace no mucho me enteré, a través de un amigo, que la cepa Zinfandel es bastante subestimada en Estados Unidos, un poco como el Torrontés lo fue en Argentina hasta que enólogos franceses y norteamericanos hallaron en esta cepa algo irrepetible –una mezcla de acidez equilibrada, bouquet frutal y frondosidad delimitada como en un arbusto recién podado-. En la época en que las cenizas volcánicas de pronto tornaron imposible el regreso a Argentina y se cerraron aeropuertos, quedé varado en lo de un amigo en Brooklyn. Venía de una residencia de escritores en Upstate New York, en la campiña. Como en residencias previas, no había hecho más que aplazar la posibilidad de escribir una novela y me había obligado a esbozar cuentos para no sentirme un absoluto polizón –de tres relatos, sólo uno sobrevivió a la posterior corrección-. Llegué al aeropuerto y ahí me enteré de que los pasajeros con destino a Buenos Aires estaban en una especie de cuarentena. Algunos, en bancarrota, circulaban como zombies y pernoctaban en JFK con todos sus bártulos. Periódicamente mendigaban un alojamiento que ninguna compañía, amparada en una cláusula de exención ante contratiempos climáticos, cubría.
El imponderable rindió sus frutos. Mi amigo no sólo me prestó su sofá, sino que cada noche, mientras esperaba que el fenómeno de las cenizas terminara o en su defecto que la dirección del viento cambiara, me convidaba una botella de Zinfandel californiano. Cada botella era mejor que la otra. Pensé que de extenderse mi estadía, el hechizo del Zinfandel –y la posibilidad de volver con el recuerdo sagrado de una cepa exótica-, podía perderse. El dueño de la pequeña enoteca a la peregrinábamos tenía el mismo aire de párvulo pertinaz y maligno que el juez Griesa, y nos agradecía que elegiéramos productos norteamericanos viniendo de un país que producía tan buenos vinos. Se lamentaba de que pocos ciudadanos de su país compraran vinos nacionales o, más precisamente, californianos; a la mayoría de los clientes les atraían los vinos importados, como si acceder a un Malbec argentino o a un Shiraz australiano equivaliera a viajar a esas tierras lejanas.
A la semana, en la Patagonia la dirección del viento cambió y empujó la nube de cenizas hacia la cordillera. Conseguí asiento en un vuelo repleto de gente que de un modo u otro se las había arreglado para sobrevivir en la gran manzana. La noche previa a mi partida abrimos un último Zinfandel, comprado de apuro en un supermercado. La bodega pertenecía  a Francis Ford Coppola y el vino llevaba su nombre en la etiqueta. Era barato para un vino que se presumía de gama intermedia. La botella monótona, de etiqueta bordó, incluía un código para descargar Apocalipsis now, algo que a posteriori se volvió indicio de lo que en realidad escondía ese Zinfandel. Era un vino sin bouquet, insípido, que no pudimos terminar y nos conectó, directamente, con una sensación de estafa y con un temido desenlace: el hechizo se había roto. Ahora pienso que tal vez ese fuera el tipo de Zinfandel –una cepa rasa, sin retorno y de nariz corta- que subestiman los enólogos y sommeliers norteamericanos. Nunca más volví a frecuentar esa cepa. El limbo de días en la casa de mi amigo sin embargo quedó asociado en la memoria, no a un directors cut fallido, sino a un engranaje de vinos y espera que selló la experiencia de haber subsistido, como polizón forzado, en el corazón del imperio. 

* Columna publicada en el Suplemento Cultura Perfil, el 10 de agosto. 

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