
El viernes pasado, en un ciclo de la Lugones, ésta película del mexicano
Emilio Fernández me dejó atónito. Primero por la fotografía y por el montaje eiseinsteniano, luego por la belleza del argumento y de la música -rumbas y congas prostibularias-, por las imágenes de una ciudad de México, nueva y gastada en el celuloide y atravesada por humeantes trenes que me recodarban a la Tokio de Yasujiro Ozu. Entonces averigué quién era
Gabriel Figueroa, el responsable de la fotografía y el montaje. Quizás por él las películas del Indio Fernández estén a la altura de las norteamericanas de esa época, e incluso, para cualquier espectador latinoamericano, resulten más familiares en la articulación del drama sentimental.
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