miércoles, abril 19, 2006

Rituales (work in progress)

Otra amiga, mucho tiempo atrás, la había llamado para referirle desesperada su última aventura con dos ancianos ricos. Al mediodía, en un McDonalds, la habían abordado con los mejores modales para proponerle un trato que no tenía de sospechoso más que la invitación a una extraña velada en una quinta. Previo adelanto de una buena suma, ella había cumplido paso a paso con la indicación de los viejitos. A las nueve de la noche estuvo en la esquina indicada de Puerto Madero y un Mercedes negro descapotable, a las nueve y cinco, pasó a buscarla. Manejaba un joven flaco y reservado, de lentes negros, camisa azul y traje al tono. Cada tanto volteaba la cabeza para mirarle las piernas, y se acomodaba el pelo como si frotara la visión de esos muslos con la fuerza de sus pensamientos. Tal como había convenido con los ancianos, ella llevaba medias de seda negra y una minifalda de cuero. Tomaron una autopista y cuando se acercaban al Tigre el conductor le tendió una venda y le ordenó cubrirse los ojos. Ella escuchó el motor desacelerándose, una gama porosa de pistoneos, las musculosas llantas abriendo el camino de tierra. Cuando el chofer le quito la venda, habían entrado a una quinta con parque, y ella divisó el cerco de acacias que señalaba el perímetro de la propiedad. La luna estaba alta y llena y a primera vista se veía, contra la masa negra y empinada que era la casa con sus falsos torreones de madera, una piscina y un grupo de sillas de plástico alrededor. Se acercó y casi a la par los ancianos se identificaron en la oscuridad. Aprobaron su presencia moviendo la cabeza, y el joven que había conducido el Mercedes, hasta entonces quieto en una zona imperceptible, se adelantó y le dijo a la invitada: "la misa empieza". Los dos huéspedes se sentaron en sillas separadas y encendieron un habano mientras ella se desvestía, y luego, en portaligas y medias de seda negra, caminaba por el trampolín y preparaba el salto que iniciaría el ritual. A la señal de uno de los ancianos, ella se zambulló y nadó largo tras largo. Las nalgas desnudas y erizadas sobresalían como camalotes. Cuando ante una indicación de sus huéspedes viraba hacia el estilo espalda, las mechas del pubis serpenteaban como microscópicas algas, y las tetas, desfasadas en la transparencia del agua, temblaban como aletas dorsales. Al nadar pecho asomaba rítmicamente la cabeza y percibía afuera el arrullo de un placer ahogado. No llegaba a detectar dónde dirigían la mirada los viejitos ni que hacían con sus manos, pero intuía que hablaban de ella y a su modo la gozaban. Además de sobar habanos tomaban whisky. Le pagarían por cada largo que excediera el trato. Habían convenido un mínimo de cien. Nadó hasta el amanecer. Las medias y las ligas se desflecaron con las horas. Fue retirada exhausta de la pileta por el chofer. Los viejitos le extendieron una suma equivalente al triple de lo convenido, y después de dar las indicaciones pertinentes, se dirigieron tambaleando, con dos sagradas botellas de malta pura en cada mano, hacia el interior de la mansión. La muchacha fue devuelta a su casa, y al despertar al día siguiente comprobó que salvo uno, todos los billetes eran falsos.

4 comentarios:

Miguel P. Soler dijo...

Esto ya lo escuche, me parece. . . ;)

oliverio coelho dijo...

Sí, claro, es algo de lo que leí, con variaciones, en el último encuentro de El interpretador.

Loyds dijo...

ajá, yo no pude ir al encuentro, pero leído está muy interesante
al final no es: todos "los" billetes eran falsos ?
salu2

oliverio coelho dijo...

Claro... Soy un erratómano... Como me desperté temprano y estoy de humor, ahoira la corrijo.