De la poesía de los noventa puede escribirse mucho, casi cualquier cosa. Algo ocurrió. No en una generación –las generaciones sólo existen a destajo–, sino en el modo en que el verso se desembarazó de cualquier tipo de lirismo actuado y contractual, y organizó una oralidad para conferirle una nueva materia al poema. Quizás los Lamborghini, Perlongher y Zelarrayán, hayan contribuido en gran medida a que en los noventa se escribiera desde cero.
De esa intensa humareda de poetas y nombres, pequeños sellos editoriales, lecturas, grupos, talleres, revistas, no puede decirse que haya emanado una estética uniforme, ni una figura rutilante, y mucho menos una tendencia poética. Más bien surgió un grupo de sobrevivientes de Boedo –Fabián Casas, Daniel Durand–, un ovni llamado Martín Rodríguez, y un dúo que quizás represente el cruce insuperable entre fibra conceptual, objetivismo aggiornado y sustancia coloquial: Martín Gambarotta y Alejandro Rubio. Este último publicó en el dos mil ocho Sobrantes (Gog y Magog), un libro memorable por su ironía, por los tironeos de la percepción y por ciertos ramalazos que confinan la experiencia amorosa a un momento de nostalgia: “Te ofrezco mi vaso como si fuera un corazón./Te ofrezco quinientos euros./ Te ofrezco noches en vela en un banco duro/frente a las puertas selladas de un consultorio externo./ La emoción perdura mientras se deshace/la sustancia pétrea de la discordia./ Te ofrezco jeroglíficos en polvo./Te ofrezco un castellano perfecto”. En la poesía de Rubio hay una efusión dura y mordaz que embosca al lector. Los guiños de época, las boutades certeras –nunca un paso en falso, nunca un sortilegio–, aislan el poema con una suficiencia que recuerda las fortalezas palmarias de Joseph Brodsky.
* Columna publicada en Inrockuptibles de abril.
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