Una novela real, por Minae Mizumura, 607 páginas. Adriana Hidalgo Editora. Traducción: Mónica Kogiso
La tradición literaria de Japón, desde Natsume Soseki a Kenzaburo Oe, pasando por Junichiro Tanizaki, quizás confluya en Una novela real, y Mizumura seguramente sea considerada, con el tiempo, una de esas escritoras que, fantasmales o raras en su época, se transforman en mitos literarios cuando la naturaleza del estilo se aquieta y completa con el paso de generaciones de lectores. En el panorama actual de las letras japonesas, Mizumura es una de las escritoras más peculiares. A los diez años se mudó a Nueva York con sus padres, estudió literatura francesa en Yale, conservó intacta su lengua materna, y volvió a Tokio más de dos décadas después.
En Una novela real, la tercera novela de Mizumura, agrega una torsión más a sus dos novelas previas, definidas por la crítica japonesa como “experimentales”. Se trata de un melodrama que reelabora el conflicto de uno de los grandes clásicos occidentales, Cumbres borrascosas, y le suma capas –una novela en la novela– y un notable y poético tono para referir los cambios en el Japón de la posguerra sin recaer en análisis sociológicos ni simplificaciones históricas. Quizás uno de los tantos logros de Mizumura resida en hacer foco en toda una época y en toda una clase social –la aristocracia en decadencia– para terminar amplificando la historia sentimental de un humilde huérfano, Taro Azuma. Este ha vivido en días de posguerra un amor prohibido con Yoko, una joven que pertenece a una clase social más alta y que, por prejuicios de época, se ve obligada a optar por un joven de su misma clase.
El mismo Taro Azuma, años después, es quien aparece en el centro del relato al comienzo de la novela. La narradora –cuya coincidencias biográficas con Mizumura son más de una– refiere el ascenso de ese joven misterioso y bello que llega a Estados Unidos, donde ella reside, y empezando como chofer se transforma primero en mito vivo en la comunidad japonesa y luego, con el boom económico, en uno de sus millonarios más importantes. La narradora lo conoció a través de su padre, y además de bucear en recuerdos de infancia y retratar una comunidad que intentaba asimilarse e imitar las costumbres occidentales, reconstruye, a través de testimonios, ese mito llamado Taro Azuma. Claro que la reconstrucción es sutil, está montada en un típico recurso metaliterario: alguien que conoció a Taro, Yosuke, se le presenta a la narradora, en Los Ángeles, después de una clase, y le refiere el relato –que a la vez le fue referido por Fumiko, una criada de viejos tiempos– y se plasma así el núcleo de la novela de la novela: de la posguerra al presente, con contrastantes estilos de vida, la relación melodramática de Taro y Yoko dura como una maldición eterna. Una maldición que enlaza dos épocas, dos culturas, dos sexos, dos clases, y en el misterio de una vida excepcional y casi heroica encarna, como contadas novelas hoy en día, una indagación sobre la condición humana.
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