martes, mayo 24, 2016

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Desde la invención del Bafici, cada año, después de un début maratónico a los veintiún años en la edición de mil novecientos noventa y ocho, cuando era capaz de ver seis películas por día, mi rendimiento fue inversamente proporcional a mi edad.  Estimo que mi retiro de las grandes ligas cinéfilas se aceleró cuando desde el Gobierno de la Ciudad desplazaron el festival de ese epicentro festivo y equidistante que era el Abasto y lo implantaron en una de las zonas menos equitativas de la ciudad. Tal es así que este año vi una sola película, un retrato fenomenal de Las Vegas.
Nunca estuve en esa ciudad, pero no puedo negar siempre me tentó la experiencia y alguna vez, de visita en Nueva York, jugué con la idea de comprar una de esos tickets baratísimos de último momento. La ciudad en el imaginario popular es el pináculo de perdición y la ostentación de la clase media norteamericana. Las vistas panorámicas en las veladas boxísticas televisadas por ESPM desde Hotel MGM, sin embargo, confirman ese lujo artificial. El azar me condujo hacia una de las salas subterráneas del Village Recoleta, que por su escenificación podía ser parte de la misma ciudad que el director del film en cuestión diseccionaba con un ojo etnográfico y frankfurtiano -equiparable al de Harum Faroki en sus primeros films-. 
Ninguna película como Las Vegas en 16 partes se adecúa mejor a los fines de ésta columna de viaje. El director, Luciano Piazza, viajó durante más de un año a Las Vegas y en sucesivas inmersiones en el formato 16 mm absorbió pedazos de una ciudad inventada por la industria del espectáculo a mediados del siglo XX, en un área donde nadie en su sano juicio desearía vivir. Improvisó, a partir de esos fragmentos, un ensayo en torno las liturgias del consumo analógico, liturgias ajenas al mundo virtual, con el mérito de exhibir cada trazo humano que queda atrapado en los engranajes de ese monstruo urbano, sin imprimir una mirada cínica, ni moral ni humorística. Los personajes, visitantes reales de Las Vegas, habitan la pantalla durante unos pocos segundos como héroes minúsculos de la aventura que propone esa ciudad en continuo naufragio. Son estrellas fugaces que no obstante, en el modo de declamar su pulsión frente a la cámara –como si confesarse formara parte también del entretenimiento-, se humanizan. La ciudad los vuelve finitos: parte de un montaje para la posteridad.
Al ver ese híbrido de ensayo, documental y ficción, sucumbí a la tentación de preguntarme si Las Vegas es realmente una ciudad y si no debería definirse más bien como parque de diversiones y de terror para adultos. Las Vegas no tiene habitantes permanentes o ciudadanos, nadie nace, vive y muere ahí, aunque transitoriamente, para garantizar el funcionamiento de esa gran marca norteamericana durante las veinte cuatro horas los trescientos sesenta y cinco días del año, residan como mano de obra o marco vivo seiscientas mil personas.  
Las Vegas en dieciséis partes constituye, en definitiva, un tipo de viaje diferente al que se suele abordar en este tipo de columnas, pero al salir del cine tuve la sensación de haber apresado por un instante el alma de una ciudad que se reversiona a sí misma. Luego tuve la certeza de que esa sensación era deudora de una mente cinematográfica que estudiaba en cada vida la promesa de un ciclo de fortuna, plenitud y vacío, para desentrañar las relaciones más ocultas entre capitalismo y deseo.





* Columna publicada el 15 de mayo de 2016 en Perfil Cultura

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