viernes, noviembre 11, 2005

Rapado

En la peluquería del barrio veo a un hombre que en lugar de envejecer se ha desviado en el tiempo y según el gesto puede aparentar treinta años menos de los que tiene. Esta vez es él, y no su joven empleado, el que me corta el pelo, y la infinitud de cortes previos, la cantidad de variantes arracimadas en cada tijeretazo que ha dado a lo largo de su vida, parecen suspenderlo en la decisión y pesar en el espejo como si lo físico del oficio escondiera la pasión inorgánica de un asesino. El hombre, con setenta años, parece dudar, y me hace preguntas. Tengo la impresión de que mira hacia el espejo más que yo, como si buscara indicios. Sé que duda porque está olvidando, y al preguntar canta su miedo a la muerte. Nunca sentí que raparme fuera tan complicado y exigiera tanta voluntad, tantas respuestas. Hasta hoy pensaba que el beneficio de la calvicie prematura consistía en entrar a la peluquería, sentarse en el sillón, expresar en una sola palabra "el deseo" y entregarse a una operación lineal sin hablar. Pero en el trance de ese corte simplísimo el peluquero apuesta algo -el tiempo lo atraviesa, la infancia merodea en el espejo y él retorna o va hacia esa zona previa a cualquier experiencia-, y cuando finaliza me acaricia la cabeza, verifica con sus uñas el diámetro de una alucinación muy propia. Recuerda al tacto y me despide para volver a la inercia de los mundos barriales.

1 comentario:

Virginia Janza dijo...

qué buena crónica! igual estoy de acuerdo, mucho suspenso para un simple corte, por qué no te rapás vos con una máquina? te ahorrás el dinero y aparte debe haber un cierto placer en ir despelándose uno mismo