miércoles, marzo 12, 2014

La amante de Hudson *

Supuse que la estación de tren estaría repleta. Encontrarla desierta me pareció un mal augurio. Ahí mismo me enteré de que el tren a Hudson estaba atrasado una hora. Si a esa hora de espera sumaba las de vuelo desde Buenos Aires a Nueva York,  las dos que iba a insumirme llegar hasta Hudson, las horas previas en el aeropuerto de Buenos Aires, la hora de migraciones y el traslado de JFK a Penn Station, mi viaje podía redondear un día.
Unas pocas horas me separaban de Anne, una traductora que había vivido en Argentina durante la década del cincuenta. Según mi padre, era la única mujer a la que mi abuelo había amado. De mi abuelo nunca supe mucho, salvo que trabajaba en el Banco Nación y hacía vida de dandy hasta que murió en la década del setenta y se descubrió, entre su correspondencia, esta relación secreta que nadie se preocupó por indagar. Tampoco yo habría indagado demasiado si no hubiera encontrado indicios de que, concluida la aventura sentimental, mi abuelo y Anne habían mantenido una relación epistolar que con los años se volvió estrictamente literaria.
De la lectura de esa correspondencia, pude deducir que Anne atesoraba el manuscrito de una larga novela que mi abuelo había escrito en los sesenta, y que la había traducido y había intentado publicarla en Estados Unidos. Mi abuelo a su vez la había presentado en editoriales y en concursos de habla hispana. A grandes rasgos esta novela inédita abordaba la peripecia de un hombre que llega a un pueblo fantasma, mezcla de Macondo y Comala, convencido de que está a punto de morir. Supone que el anonimato o bien lo va a curar de su nunca revelada enfermedad, o bien va a acelerar una muerte que en un ámbito familiar podría volverse demasiado lenta y penosa.
Más allá del valor que tuviera esa novela atesorada por una anciana, el sentido de un viaje tan largo residía en que sólo esa mujer de ochenta años podía devolverme la imagen de un abuelo que no conocí y de quien todos en la familia se resistían a hablar. El manuscrito era una excusa. Tranquilamente, como Italo Svevo, mi abuelo podía ser, para su época y para la liga de críticos hegemónicos, un campeón incomprendido. Pero de ninguna manera me importaba hacer justicia.
El tren bordeó el río Hudson durante casi todo el trayecto. La imagen monótona y ancha titilando en la ventana me recordó el Paraná. Un anciano trajeado de negro se sentó a mi lado y me preguntó por la estación Hudson. Le dije que yo también iba hasta ahí y que le avisaría. En un inglés victoriano me agradeció la amabilidad y me comentó que la luz lo lastimaba y que veía muy poco. Iba al velorio de una antigua amiga, cerca de la estación. Dada mi juventud, tal vez no me representara mucha molestia acompañarlo unas cuadras. Si se hubiera tratado de cualquier otra persona, le habría contestado que venía de muy lejos y estaba agotado.

Hudson era un pueblo pintoresco que vivía de su pasado. Construcciones de madera con galería y porche, anticuarios, vinerías, cafés… Toda una utilería para turistas de fin de semana. Al menos esto pude deducir mientras guiaba del brazo a mi compañero de viaje. En la entrada del velorio me anunció: “voy a pronunciar unas palabras, está invitado a quedarse”. Confirmé enseguida una intuición al ver el nombre y la foto de la difunta en un cuadro. Me dispuse a pasar la tarde junto al anciano de traje negro para saber algo más de Anne y, por extensión, de los hombres que la habían amado y se iban en ella. 

* Publicado en Perfil Cultura el


09/03/14

Peligros de escribir afuera *

Se podría redactar un tratado sobre las dificultades de escribir en cada país. Sobre las dificultades de los distintos escritores de cada país en su propio país, y sobre las dificultades que enfrenta cualquier escritor fuera de su casa. No sé mucho acerca de lo primero; en cualquier lugar, las dificultades para los escritores jóvenes son las mismas y no vale la pena enumerarlas en este espacio. Son problemas coyunturales relacionados con criterios editoriales de publicación. Para escritores no tan jóvenes, a veces las dificultades son egocéntricas: expectativas cumplidas e incumplidas, frustración, éxito, sordera, parálisis, éxtasis, inapetencia, voracidad, ceguera.
A la hora de escribir afuera, las dificultades que uno enfrenta son de otro orden. La densidad del anonimato transforma la escritura en una instancia solamente íntima. Todo lo demás es ajeno. No existe la falsa inspiración, ni la adaptación, ni una mirada crítica tutelar. Desde hace rato no escribo afuera de mi casa, más por una imposibilidad que por una dificultad. No digo que no escribo en residencias para escritores –algo previsible si se tiene en cuenta que la residencia nos pone frente al deber moral de escribir-; ni siquiera soy capaz de garabatear una línea en bares. Tal vez alguien diga que un escritor genuino no puede resistir la pulsión de escribir en cualquier lugar y en cualquier momento, y que quien no lo siente así en el fondo es un burócrata de la escritura: sólo opera en el lugar y en el momento indicado. Sin embargo, obrar en el lugar y en el momento indicado depara privilegios, como el de detenerse a evaluar los peligros de escribir afuera.
Por terceros sé que los peligros pueden ser contratiempos y a veces accidentes necesarios. Si examinamos el caso ejemplar de BB, podemos concluir que la tentativa de escribir fuera del hogar puede conducir a algo más drástico.
BB viajó a Paris a dar dos conferencias sobre la influencia del existencialismo en el Río de la Plata. Con la certeza de que nadie atendería a un tema tan anacrónico, optó por dejar la preparación de sus charlas para último momento. ¿Cuánto podía importarle al público francés el alcance de una corriente filosófica y estética pasada de moda en un vértice de Sudamérica? Instalado en la habitación de un hotel cercano a la Concorde, BB pidió un almuerzo y luego se sentó a escribir. Experimentó enseguida una sensación de hastío que atribuyó al jet lag y a su digestión lenta. Ante la falta de ideas, optó por una siesta. Despertó un día más tarde, empapado. Se duchó, desayunó en la habitación, y cuando se dispuso a escribir al menos un boceto de la primera conferencia, observó que tenía las uñas demasiado largas y renegridas. Subsanó la desprolijidad con un alicate prestado, pero entonces notó, perplejo, que las uñas de los pies estaban todavía peor. No recordaba la última vez que las había cortado, pero halló de pronto la explicación a la serie de calcetines agujereados que puntuaban su solitaria vida. La tentación de acicalarse se multiplicó con las horas, a medida que iba a descubriendo en sí retazos de un ermitaño. Podó la barba que llevaba desde hacía dos décadas y en el espejo se encontró con una cara lozana que no había envejecido. La visión de una juventud imperecedera y propia disolvió el sentido que conservaba la el arte de escribir. Como si dejara atrás a un impostor, esa misma noche volvió a Buenos Aires y celebró el adiós definitivo a la escritura.

* Publicada en Perfil Cultura el 23/02.